“Poder, con alma serena, contemplar cuanto pase…”
Tito Lucrecio Caro
Comenzar a caminar cuando todavía las estrellas brillan en el cielo oscuro. Cuando la tenue línea roja que marca el límite entre la noche y el día se agranda poco a poco, para ir tornándose amarilla en el horizonte. Cuando aún el sol no asoma, pero la claridad ya es incuestionable. Cuando por fin asoma el sol y la campiña se ilumina dorada, esplendorosa, y comienza el nuevo día. En ese transitar de la noche al día, me gusta recorrer esa otra frontera, la linde que separa el bosque de los campos de cultivo, la senda que transita entre la espesura cerrada y los espacios abiertos. En esos límites me gusta sentarme en un rincón, bajo un árbol, y esperar que los últimos de la noche -zorros, conejos, tal vez algún tejón- me sorprendan –les sorprenda- en su regreso a los refugios. Y, de paso, confiar en que los corzos, que aprovechan esos minutos de tranquilidad para salir de la espesura, no me descubran, para disfrutar de su presencia, aunque sea fugazmente. El momento lo merece.
Es en uno de estos despertares cuando tomé la fotografía que comparto en la cabecera: allí, en las lindes del rebollar, varios bosquetes de estos robles sobreviven aislados del resto del bosque, entre los campos de cereal, con la amenaza constante de ser cortados o derribados por la maquinaria agrícola. Siempre me han llamado la atención esos árboles supervivientes, pequeños refugios para la fauna que transita entre unos y otros ecosistemas. Imagino este lugar tiempos atrás, antes que los humanos hiciéramos acto de presencia, como un gran robledal salpicado por pequeños claros. Hoy, sin embargo, es un gran claro salpicado por pequeños bosques, una huella cada vez más borrosa y degradada de lo que hubo.
Nunca me ha costado madrugar, y siempre he preferido los amaneceres a los atardeceres, aunque también disfruto de estos últimos. Al empezar el día me siento un privilegiado que levanta el telón, para inaugurar el nuevo día, y siendo el primero en disfrutarlo. En cambio, con el atardecer, se intercambian los papeles: voy apagando luces, recogiendo los últimos sonidos, los rescoldos de la hoguera recién apagada.
Ningún amanecer es igual, cada día algo me sorprende: el silencio, las primeras luces, la niebla, el día gris, la soledad, el sol recién entrado en la escena. Contemplar con todos los sentidos, saborear con la piel el frío, o la primera calidez del día; escuchar los primeros sonidos que me llegan a los oídos, oler el frescor de la mañana, tocar la tierra todavía húmeda y la textura de la piel de los árboles; ver cómo el paisaje vira de las sombras a los colores, contemplar ese paisaje que al amanecer, parece devolverme la mirada. Y pensar que solo percibimos una pequeña parte de lo que ahí fuera nos mira. Entonces la mirada confluye y se funde con el paisaje. De ahí que contemplar sea algo quieto, pausado, sencillo. La belleza también se respira. (Araujo). Cuando contemplas, todo se implica, todo nos relaciona. Como hilos invisibles, como un vínculo intangible que nos une al entorno sin obligar a nada.
A veces, la mañana no levanta del todo, a veces el día es gris, o lluvioso, y la luz es parca en palabras y colores. A veces los sentidos no tuvieron nada que oler, y poco que mirar, y vuelvo con las manos vacías. Pero aun así, siento una y otra vez la necesidad de volver a salir de madrugada, para perseguir aquellos otros momentos, los de las brumas, los rayos de sol, los de las mañanas que pasan del azul oscuro casi negro a esos días azules luminosos que quedaron en mis recuerdos. Por eso contemplar exige volver una y otra vez a los mismos lugares, como si fuera la primera vez. Si pudiera, todos los días.
Rachel Carson, inspiradora de ecologismo moderno, decía en su precioso libro “El sentido del asombro” que, una vez despertado el asombro, éste se convierte en una necesidad para disfrutar de la naturaleza y de la propia vida: estar atentos, usar los sentidos, saber ver, dejarse asombrar, preguntarse.
“En ese coro del alba, uno escucha el latido de la vida”
Rachel Carson
Solo la contemplación y la fascinación por la Naturaleza provocan el conocimiento y su cuidado. Solo el que se interesa por el mundo que nos cobija, el que lee los cambios de los ciclos de la vida, el que disfruta contemplándolos una y otra vez, puede preguntarse, juzgar, deducir, razonar y llevar a que su vida deje de mirarse en ese progreso voraz que nos inunda de pantallas hipnóticas que encubren y trampean la realidad, alejándonos de ella. Porque la observación de la belleza es gratuita, no acrecienta la ideología ni el feroz consumismo, sino la vida sencilla y la coherencia con la fugacidaz de la propia existencia.
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