Al contemplar un paisaje, se como la hierba del prado o el árbol del bosque, o la brisa: que la naturaleza te tome como algo suyo.
Eduardo Martínez Pisón (1937- ), geógrafo, escritor y alpinista
Baraikoa o Peña de los Buitres la llaman los roncaleses; Txardakako-gaina los zuberotarras, en la vertiente francesa.
No es una cima de las más conocidas del valle de Roncal, tampoco destaca especialmente desde la lejanía, al menos a este lado de los Pirineos. Y, en comparación con las cimas que la rodean, su altitud es un poco más más modesta (1.889 m) y también la más escondida de todas ellas, pasando desapercibida entre sus hermanas mayores que acarician ya los 2.000 metros (Orhi, Otsogorrigaine, Lakartxela). Además, es la que tiene un acceso más alejado de todas ellas, quizás por eso no es una cumbre muy visitada.
Tan solo cuando uno se va aproximando a ella se da cuenta de que este pequeño diente es una montaña altiva y arrogante. Y sus dos afiladas cumbres la hacen quizás la montaña más espectacular de cuantas la rodean, la más “alpina”. Barazea se encuentra en plena divisoria pirenaica, cerrando y dominando por el norte el larguísimo barranco de Mintxate. Al otro lado, ya en la vertiente francesa, desciende vertiginosamente hacia la garganta de Olhadübi, 1.400 metros más bajo, que junto con la garganta del Olhado, que converge hacia aquella, forman las espectaculares gargantas de Holtzarte.
Elegí esta cima por los recuerdos que tenía de ella: en febrero de 1995 (¡veinticinco años atrás!) subí a ella un espléndido día de invierno, acompañado de Alfonso, Lidia, Elena y algunos amigos más de los que ahora no recuerdo su nombre. He buscado y encontrado en mi archivo aquella diapositiva donde nos apiñábamos en lo alto para sacarnos una fotografía, entonces con mi pesado equipo. Recordaba vagamente que subimos tallando peldaños en el hielo de manera un poco “primitiva” (creo recordar que ninguno llevábamos crampones), y que la cima no era muy amplia. Jóvenes e inconscientes del peligro
La fotografía tiene la ventaja de fijar nuestros recuerdos en el tiempo, nos ayuda a revivir el pasado sin que apenas percibamos los cambios, si bien, hace que olvidemos otros que quizás fueron más importantes. Y aquella larga y sinuosa línea que une la montaña de Barazea con la más conocida montaña de Lakartxela, aquél escarpado espinazo por donde transcurre la frontera entre los dos países, se me quedó grabada en mi memoria. Tenía que volver
Así que veinticinco años después, inicio mis pasos desde la venta de Juan Pito una tarde del inicio del verano en busca de aquella imagen de mi juventud, dispuesto a pasar una noche de vivac en la cima. Día del solsticio, noche sin luna. El pronóstico amenazaba alguna pequeña posibilidad de tormenta, y por si acaso decidí echar la tienda en la mochila. El destino final era también un poco incierto, no recordaba exactamente cómo era la cima.
Una de las características de esta zona es la abundancia de días donde el aire cálido y húmedo que entra sin apenas obstáculos por el norte o noroeste, choca con las primeras montañas de dos mil metros de Pirineos desde su vertiente francesa, asciende sobre la divisoria de ambos lados, y al enfriarse con la altitud se condensa en forma de nieblas persistentes que permanecen estancadas en la divisoria, rebosando y desparramándose como una cascada hacia el sur, por entre los collados que rodean las cumbres de la frontera
Ahora esa niebla me rodea y me acaricia cuando llego al collado de Arrakogoiti, siguiendo las marcas del GR12, y me recibe también en el portillo de Belai, donde puedo disfrutar apenas unos instantes de la primera vista de la montaña que busco, antes que me envuelva de nuevo en su blancura. La montaña de Barazea, de cerca altiva y puntiaguda, se me asemeja a una isla en medio de la niebla
Dejo la pesada mochila en su base, y como tengo tiempo decido explorar previamente la cima para asegurarme de que arriba hay espacio para dormir. La subida final es empinada, herbosa, cada vez más estrecha, y la cumbre, muy aérea, aparece después de un paso estrecho por el que avanzo con precaución. Aquello realmente impresiona, el espacio es reducido, y la caída es de vértigo a todos los lados.
Tras el buzón se aparece la segunda cima, pero está separada de la primera por una estrechísima senda que aparentemente se intuye bien marcada, pero baja y sube por un afilado cresterío por el collado que las une, y que no admite errores. Ni siquiera me planteo intentarlo.
La cima está cubierta de hierba que crece exuberante, también las azules y preciosas nomeolvides (miosotys) y las amarillas flores de sisymbrium (no he encontrado el nombre en castellano). Un precioso jardín de altura, después del largo confinamiento por el coronavirus, ningún montañero ha subido desde hace varios meses. La hierba me va a resultar molesta para dormir, y el espacio no es precisamente amplio, pero decido finalmente bajar por la mochila y subir con ella. Ya estoy arriba, dispuesto a disfrutar del magnífico atardecer que se anticipa. Parecía al principio que la niebla iba a jugar conmigo allí arriba lo que queda de tarde, pero se disipa en pocos minutos, y el horizonte al atardecer se me aparece casi despejado en todas direcciones. Al Norte en la vertiente francesa las montañas se precipitan en profundas gargantas (Olhado, Olhadübi, Kakueta) y más allá, hacia el mar, el paisaje es llano hasta donde me llega la vista. Al Sur, el larguísimo y solitario valle de Mintxate cerrado por las montañas de la divisoria, donde me encuentro. En esta vertiente las montañas se apelotonan en una sucesión inacabable, el contraste es evidente. Al Oeste se impone la vista del Orhi, el primer dos mil a este lado de los Pirineos. Hacia allí caerá el sol
Y al Este la línea que iba buscando, la que recordaba de hace 25 años, la delgada y sinuosa línea que une la cima de Barazea donde me encuentro, con la montaña de Lakartxela. Con este paisaje de ensueño me dispongo a pasar la noche.
Me despierto a las dos de la mañana y me incorporo unos minutos para asomarme alrededor. Ese momento es inolvidable: me impresiona el silencio, el cielo despejado y negro, sin luna, repleto de estrellas, con la vía láctea recorriendo la bóveda celeste, al norte la llanura inmensa sembrada de las luces de los pueblos franceses… Pero lo que más me sobrecoge está al sur, bajo mis pies: es la turbadora negrura de un paisaje que no puedo ver, la nada, y el vacío que intuyo pero que tampoco veo, apenas a un par de metros de mí. El valle de Mintxate es un valle larguísimo (12 Km), alejado de toda población. Tan solo hay una borda en la cabecera (la borda Garcés)… y nada más. Ni una luz, ni una tenue claridad en muchos kilómetros, pues los pueblos más cercanos, Isaba y Uztarroz, quedan en el fondo de sus lejanos valles. Las luces al norte me tranquilizan, pero la opacidad de ese esa negrura me sobrecoge y me da respeto, así que retrocedo con cuidado al refugio de mi saco para seguir durmiendo. Agradecí que pasadas las 5 de la mañana la llegada de la tenue línea del alba me anticipara el primer día del verano.
Nada me hace presagiar un nuevo espectáculo, pero el amanecer me reserva otra sorpresa: poco a poco la claridad del amanecer va dando luz al paisaje, en un día que se anticipa despejado y sin nubes. Pero entonces, desde el norte, como si alguien hubiese dado una señal a un ejército invisible, las nieblas empieza a aparecer de cualquier rincón donde permanecieran escondidas la noche anterior, llegan arrastrándose por la superficie de la tierra, envuelven las primeras crestas montañosas y se vierten en cascada hacia el lado contrario desparramándose por los valles, y llenándolos de ese blanco tenue y lechoso, unas tras otras, a la vez que la claridad va anticipando la inminente arribada del sol. La visión es grandiosa y emocionante
Parecía que pronto todo el lado norte de la divisoria de montañas iba a cubrirse de nieblas hasta toparse con la frontera, y presagiaba que iba a quedarme en lo alto de Barazea como un náufrago como en una isla rodeado de niebla. Pero repentinamente, pocos minutos después de que el sol aparezca, quizás a otra señal invisible, la niebla se desvanece tan rápidamente como lo había hecho la tarde anterior
Lástima de no haber sido náufrago y dueño de una isla rodeada de nubes, siquiera por unos instantes, pero ya no me importa: la tarde anterior ha sido provechosa, la noche sobrecogedora y el amanecer hermoso. Así que recojo y regreso poco a poco al punto de salida contento por esta primera noche de este verano bajo un cielo estrellado.