“El otoño es la estación de los ojos que miran”
Yorgos Seferis (1900-1971), poeta, ensayista y diplomático griego
Decía el poeta Claudio Rodríguez que “el soñar es sencillo, pero no el contemplar”. Y la estación del otoño nos llega para que la naturaleza sea contemplada, y escuchada. Contemplar el paisaje supone ir un poco más allá de la simple mirada para interesarse, aprender, y saber interpretar su lenguaje. Solo así, además de contemplar, podremos entender lo que vemos. “Si crees que el paisaje está callado tal vez sea por desconocer el nombre de la mayor parte de lo que ves” (Joaquín Araujo). Pese a todo la mayoría de la gente no conoce lo que mira, y lo que le rodea no le conmueve, ni le compromete. Y sin embargo, conocer el paisaje es conocer nuestra historia, nos ayuda a entender, a reflexionar y deducir, a razonar y, quizás por fin, implicarnos en la conservación y respeto de lo contemplado.
La vertiente segoviana de la sierra de Ayllón está cubierta en su piedemonte por extensos bosques más o menos densos de robles melojos (rebollos). En las zonas más altas el roble deja paso a otras especies caducifolias como hayas, abedules… y es en estas zonas altas del extremo oriental de la sierra, en una empinada y umbría ladera del pequeño pueblo de Becerril, donde existe un singular bosque abierto y mixto, que ha sobrevivido hasta nuestros días, quizás por ser un lugar poco poblado, remoto y de difícil acceso: La “acebeda” de Becerril (*), entre los que sobresalen tejos y serbales.
No he querido perderme un año más el espectáculo que este bosque regala a quien lo contempla en estas fechas. Así que madrugo una vez más, y después de una larga caminata nocturna con la luz del frontal, por un camino-senda que ya he recorrido muchas veces, me encaramo al cerro de Valdebecerril, donde espero a que el amanecer logre por fin abrirse paso entre las nubes. Es un día gris y frío, pero el esfuerzo promete ser recompensado.
Un breve descanso, ropa de abrigo, y desde allí desciendo de nuevo con precaución por las empinadas pedreras hasta los primeros tejos y serbales, que quizás sean también los más viejos del lugar. El grueso diámetro de algunos troncos de tejos contrasta con su modesta altura, doblegados por las ventiscas que azotan estas cumbres en la estación fría. Situados a gran altitud (rondando los 1.700 metros), con suelos pedregosos, expuestos todo el año al norte, sin apenas sol en invierno… uno entiende que su crecimiento sea lento, y difícil.
Zigzagueo un rato por entre los árboles, disfrutando del espectáculo. Aquí uno no sabe si detener la mirada y deleitarse en los amplios troncos de algunos sorbus (serbales, mostajos), que seguramente superen los 200-300 años de edad, o acercarse a palpar, con la mirada y el tacto, las texturas de las escamas rojizas de los centenarios tejos.
Un poco más abajo me detengo a contemplar un espeso bosquete de hayas ocres y amarillas que rivaliza en ancianidad con sus vecinos serbales. Descubro también en mi paseo sin rumbo que la mayoría de mostajos han perdido la mayoría de hojas y destacan, por encima de sus troncos corpulentos, las viejas ramas ahora desnudas. Sin embargo las cerbalinas (o serbales de cazadores) me ofrecen, en sus ramas todavía repletas de hojas a punto de caer, toda la gama de colores cálidos que uno pueda imaginar, entre el verde brillante y el ocre oscuro.
Intento caminar sorteando con precaución el tapiz espeso de brezos, gayubas, enebros y arándanos que cubre algunas pedreras. El suelo en ellas es agradable a la vista, y el rojo de las hojas de los arándanos rivaliza en vistosidad con los frutos de la gayuba, pero inestable para mis pies. Quiero acercarme a una ladera cercana, al otro lado del barranco, así que voy buscando restos de sendas que me lleven hasta ella.
En una breve parada descubro, a un centenar de metros, una familia de 8-10 jabalíes que se dirigen hacia lo alto de la ladera. No me han visto, y puedo disfrutar largamente de su ágil trote. Lo que me hubiera costado a mí subir penosamente diez o quince minutos largos por las pedreras, esta familia lo sube con aparente facilidad, y en dos o tres minutos desaparecen por la cresta de la montaña.
Desde el cordal cercano, frente al bosque, me siento y contemplo los mil colores cálidos desparramados por la pendiente que la acebeda de Becerril me regala en esta fría mañana de otoño. Intuyo que acebos (-yo no encontré ninguno-) llamarían, en tiempos antiguos, a los centenarios tejos que se encaraman hacia lo más alto de cordal que baja desde la Buitrera, enfrentados al duro invierno que esta ladera norte ha de aguantar, año tras año. Su color verde oscuro, denso, destaca en las zonas más altas. Un poco más abajo hay un pequeño grupo de unas veinte hayas viejas, entre amarillo, rojos y ocres, rodeadas por hayas muy jóvenes en pujante crecimiento. Y ya en aparente desorden, como una paleta de pintor, se esparcen por el pedregal los colores puros y cálidos de los serbales de cazadores, robles albares, fresnos de montaña, mostajos, tejos, hayas, avellanos, arces, espinos, arraclanes, enebros rastreros, algún que otro cerezo-aliso… la luz tenue del sol entre las nubes se despliega por la pintada ladera, seduciendo mi mirada, y embriagándola de belleza. El baile de colores del bosque es anticipo de su próxima desnudez pero ahora están en su momento de máximo esplendor.
El invierno frío aún no ha llegado pero pronto, con los primeros chubascos, caerán las hojas dejando la piel de la montaña despojada de este efímero manto de color…
(*) El reducto de tejos de Becerril se encuentra en la ladera norte de la Sierra de Ayllón, cerca de la localidad segoviana de Riaza. Para llegar hasta ellos el paseo no es fácil: después de dejar el coche en Becerril, uno debe caminar en dirección sur a la sierra, cuesta arriba, bajar y cruzar el espeso barranco del arroyo del Hociquillo, y subir lentamente durante un par de horas por senda poco marcadas con la vista puesta en los oscuros tejos que se intuyen a lo lejos en la parte más alta de la ladera frente a nosotros. O, dando un amplio rodeo hacia el sureste, por un camino que asciende más o menos claro y despejado hasta el puerto de los infantes, en el límite con Guadalajara, crestear hasta Valdebecerril y después descender con cuidado hasta dar con los primeros tejos.