Gris. El color de la niebla

Gris. El color de la niebla, si es que la niebla
tiene color. ¿Y el frío y la tristeza?…
Gris. El color del invierno, el color de la
humedad. ¿Y la nostalgia?
Gris

Del libro “Colores”, de Ricardo Vila

Caminar entre la niebla sugiere misterio, nos envuelve en un paisaje impreciso, borroso. Se desvanecen los colores y las formas, y también los caminos. La profundidad del bosque se oculta a la vista, a veces apenas vemos el primer plano y el resto se desdibuja, como si más allá no hubiese nada… otras el paisaje se abre tímidamente e intuimos las siluetas de lo que se anticipa un poco más allá. Si la luz nos ofrece hasta los más recónditos detalles de las cosas, la niebla, con su apaciguada ensoñación, con su algodonosa mansedumbre, nos envuelve en la irrealidad, en un mundo de ensoñación y de misterios. Retazos de niebla, como pinceladas más o menos densas recorren el bosque desdibujándolo en su blancura.

Me interno por el bosque adehesado justo antes de las primeras luces del día. Una niebla blanca y espesa lo inunda todo, una niebla que se ha ido formando ya desde la noche a partir del aire húmedo y frío, y que perduran en la tenue claridad del alba. Durante una hora camino arriba y abajo por entre los árboles buscando sus siluetas. Cuando me acerco a ellos se me aparecen umbríos,  grises, azulados,  y en el corto horizonte de mi mirada apenas se intuyen más atrás otras siluetas  desdibujadas. Por detrás la nada, el misterio.

Con la niebla me acompaña el silencio, un silencio frío, tenso, tan solo roto por mis pisadas al crepitar en el suelo escarchado. La humedad se condensa en forma de gotas y empapa la hierba, las telas de araña. Aquieto mis pasos, me apoyo en un tronco intentando pasar lo más desapercibido, como un invitado de piedra.  Me olvido de que allí arriba ya está brillando el sol. Y escucho.

Al cabo de un rato empiezo a oír un ruidoso mirlo que vuela oculto tras la niebla, apenas una fugaz silueta,  después un carbonero… le sigue una calma tensa y enseguida, los alborotadores rabilargos irrumpen a mi alrededor persiguiéndose en el bosquete de pinos. Y el ronco ladrido de un corzo lejano –quizás ha sentido mi presencia-. Y un bando fugaz de estorninos buscando la salida de esta lechosa claridad que anticipa transparencias que todavía no existen. Ya no estoy solo, el renacer del día ha comenzado.

Un círculo blanco se cuela pasajeramente por detrás de la atmósfera brumosa, encima de los árboles. En las alturas se intuye la disputa entre el sol y la niebla por apropiarse del paisaje. El sol promete transparencia, la niebla en cambio se aferra al suelo con su gélida  mano para protegerlo como su tesoro, quizás unas horas, o tal vez días. A estas horas de la mañana no está claro quién va a salir vencedor de la contienda, si tal vez sea la luz la que se desparrame finalmente, o quizás la niebla sea la que oculte el paisaje durante horas, o tal vez días… Y los árboles, testigos impasibles y mudos de esta batalla.

De repente la niebla se disipa, el sol se dispersa en haces de luz por entre la arboleda y el bosque se viste apresuradamente de colores. La tierra poco a poco se despereza y los espacios van recuperando sus formas. Se despide la niebla, se acaba el misterio… y yo me regreso en silencio, por fin saboreando el cálido sol de esta mañana fría de invierno.

El aire
Tienes que separlo casi con las manos
de tan denso, de tan impenetrable.
Andas. No dejan huellas
tus pies. Cientos de árboles
contienen el aliento sobre tu
cabeza

Ángel González (1925 – 2008), poeta
Encinar de Saldaña (Segovia)

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