“Hay composición, textura, vibración de luces,… hay evocación de un instante único y hay enigma“
A estas dos fotografías les separan quince años. Es un pino negro de montaña (pinus uncinata), de la reserva natural de Larra. Pero yo le llamo pino candelabro. Imagino el despertar de un pequeño piñón caído al azar en una grieta, quizás procedente del pino que estaba detrás, o quizás traído de un fuerte viento. El caso es que en la grieta se obró el milagro: con un mínimo de tierra disponible, buscando la luz, la semilla se abrió y el pino comenzó a crecer con la lentitud correspondiente a un entorno hostil, superando la difícil etapa de retoño y arbolito para adaptarse a los vaivenes de las sequías estivales, el frío extremo, las tormentas y el granizo, el viento, el sobrepeso de la nieve del invierno… ¿Cuántos años habrá vivido en estas circunstancias?¿Qué es lo que acabó con el pequeño pino?¿Quizás alguna enfermedad, o una fuerte sequía, o tal vez el agotamiento del escaso sustrato que alimentaba sus raíces que hoy todavía lo sostienen?
El pino negro es un árbol de muy lento crecimiento, en condiciones normales el árbol crece recto y su forma es piramidal, pero en la alta montaña rocosa y desnuda, a casi 2000 metros de altitud, los pinos aferrados a las grietas se encorvan, sus ramas se abren y retuercen a merced de los vientos dominantes, doblándose hacia el suelo arqueadas por el peso de la nieve en invierno. Y muchos mueren de pie, desmochados por los rayos o los vientos.
Extraigo del archivador la diapositiva de la primera imagen la contemplo al trasluz: en el borde del marquito anoté la fecha, la cámara, el objetivo, un polarizador.
Después de quince años, sigue siendo una de mis fotografías favoritas, y su imagen me trae de nuevo aquel fin de semana cercano al solsticio de invierno, de regreso al coche al atardecer…
… Diciembre de 2001. Solo recuerdo que dos o tres minutos antes de ponerse el sol, me encontré con el pino seco iluminado por los últimos rayos de luz, en el borde de un cortado. Tomé la fotografía anclando bien los crampones en la nieve dura y helada, apenas a un metro de la vertiginosa caída que la nieve hacía hacia el valle de La Contienda. Apenas me dió tiempo a preparar la cámara con el gran angular y el polarizador, y tomar tres fotografías. Justo después se fue el sol, llegó el crepúsculo, y regresé de noche feliz al coche sabiendo que esa era mi imagen del día, quizás del invierno.
Observo los vivos colores de la primera imagen, ahora digitalizada. El árbol todavía conserva parte de la corteza y los restos de los líquenes que la recubrían. A la izquierda se adivina otro pino, en la ladera de enfrente y en el valle de La Contienda se extienden ya las sombras, mientras que el tronco seco del pino candelabro permanece encendido de un efímero color rojo.
Trabajar con diapositiva en su día era muy delicado. Los carretes eran caros para un aficionado, y un error de un diafragma te estropeaba el trabajo. Había que medir bien la luz, asegurar el encuadre, quizás tomar dos o tres fotografías con un diafragma arriba o abajo, no más, por si acaso. Y uno esperaba impaciente a que llegase el lunes para enviar el carrete al laboratorio. Los resultados no se veían hasta unos días después, ya en casa, en la mesa de luz, y empezaba a descartar diapositiva tras diapositiva hasta dejar tan solo unas poquitas, las buenas, las que se guardaban en el archivo con mucho cuidado.
Comparo la primera imagen con la segunda fotografía, tomada quince años después…
… Febrero de 2016. Amanece en Larra, una vez más. Otro día limpio de nubes, la nieve está blanda, así que el paseo de esta mañana va a ser con raquetas. Anticipo un espléndido atardecer. Camino sin rumbo fijo por el bosque abierto, y al asomarme al valle de La Contienda reconozco el pino al instante. Allí está de nuevo, mi pino candelabro, abriendo sus brazos hacia el poniente. Ahora el tronco está totalmente desnudo, y ya ha perdido por completo los líquenes y las pequeñas ramitas. Pero permanece su silueta desafiante, al borde del cortado.
Esta vez tenía todo el tiempo del mundo para fotografiarlo y, como la luz de la mañana no era especialmente interesante, decidí volver al caer la tarde con calma, esperando de nuevo otro crepúsculo mágico que lo incendiara de rojo. Marco mis huellas pra asegurarme que al regreso no voy a perder su ubicación en el laberinto de árboles, y continúo mi marcha…
Quince años antes, en 2001, llevaba un equipo caro y pesado sobre mi espalda: además de la cámara réflex, tres o cuatro objetivos, filtros, un pesado trípode… Ahora mi equipo es mucho más liviano: tan solo una cámara compacta y un trípode mediano me acompañan en los paseos. Algo que agradece mi espalda, y mis años. El “peso” se queda en casa: el ordenador, la pantalla, el disco duro. Antes la tecnología era “simple”: casi bastaba con entender los conceptos básicos de fotografía: la velocidad, el diafragma, la sensibilidad y poco más. Y los carretes eran caros. El laboratorio nos ahorraba el trabajo de revelar, y el resultado era una fotografía “tangible”, un negativo que se podía tocar. Ahora nos perdemos con tanta asistencia digital en la cámara: hay que comprender el histograma, el balance de blancos, los archivos, los programas para editar las imágenes… y nos aseguramos con la “fuerza bruta” de sensores, procesadores y resto de electrónica digital tirando cientos de fotografías cada vez para asegurarnos que al menos una será la buena. Pero fotografíar sigue siendo caro, aunque no lo parezca. Y caro es el tiempo que se pasa después en el ordenador etiquetando, comparando, descartando, revelando, duplicando y triplicando las copias de seguridad… para obtener una imagen que ahora es intangible, virtual. Y cuanto más fotos, más tiempo de trabajo.
Sí, hemos ganado fotografías quizás más bellas, más perfectas, y quizás podemos recuperar fotografías que antes tirábamos directamente a la papelera. Pero también hemos perdido tiempo para salir, para disfrutar del paisaje real, sumergiéndonos en una pantalla en la que el paisaje es ya un pálido reflejo de lo vivido, tiempo de sueño alargando la jornada para mejorar una fotografía que nos salió mal, tiempo para leer o escribir, para estar con nuestra gente. Y hemos perdido en simplicidad, llenándonos de cachivaches electrónicos. Decía Neil Postman que “cada técnica es al mismo tiempo una bendición y un riesgo“. Una y otra cosa. Lo malo es que una vez que la técnica se ha puesto en marcha, ya no vemos los riesgos observados al principio, y por eso mirar hacia atrás de vez en cuando puede ayudarnos a entender dónde estamos metiéndonos.
…Regreso por la tarde a mi pino candelabro, y espero con paciencia a que caiga el sol. Es una tarde espléndida, hago tiempo paseando por los alrededores, buscando otros árboles, otros encuadres. Poco antes del ocaso, cerca de mi pino, disfruto tomando fotografías desde distintos ángulos. Ahora un poco más lejos, ahora más cerca. Me muevo con cuidado alrededor del tronco para no aplastar la superficie lisa de la nieve cercana al tronco, estropeando el encuadre final. Y, a la vez, mirando de reojo el precipicio no vaya a ser que en la emoción del atardecer…
Pero esta vez el crepúsculo no va a ser tan rojo como quince años antes. El sol en febrero empieza a recuperar su posición más al oeste, y allí las crestas del cordal de Lakora y Otsogorrigaine elevan un poco la línea del horizonte anticipando el desenlace del ocaso. La ladera que veo al fondo de la imagen ahora sigue iluminada por el sol, a la par que mi pino. El tronco liso y limpio de ramitas y líquenes esta vez se ha iluminado con un pálido anaranjado. Además, ahora no tengo el filtro polarizador…
Acostumbrado tantos años a medir de modo manual la luz, (la velocidad el diafragma…) ahora con la cámara digital sigo actuando igual: me tomo mi tiempo para medir, para encuadrar, para asegurarme de que la foto va a ser la buena. Puede que con este equipo nunca llegue a ser un verdadero profesional, quizás mis fotografías no sean perfectas, o no pueda conseguir unas grandes ampliaciones con nitidez asombrosa. A veces imagino en mi cabeza espléndidas fotografías que dejo escapar por no tener algún chisme de los que llevaba antes: un polarizador que me quitaba esos reflejos, un teleobjetivo más largo, un macro para acercarme un poco más, un desenfoque magnífico, unos segundos de exposición… Pero por ahora con mi cámara compacta ligera, que exprimo al máximo, y mi trípode, estoy muy contento.
…Por fin, el sol se pone. Se acabó la tensión del momento. Ahora me acerco al pino ya sin preocupación, toco el tronco liso, lo rodeo y lo contemplo desde todos los ángulos, intentado conservar lo más posible de este momento en mi memoria. Quién sabe, quizás dentro de otros quince años volvamos a vernos…