“El paisaje exterior, al que miraba vagamente, había desarrollado otro en mí, ese paisaje interior que llamamos ensueño. Tenía el ojo vuelto y abierto hacia dentro de mí, y no veía ya la naturaleza, sino el espíritu”
Victor Hugo, en un viaje al pirineo, en 1843
Llevo unos días sin parar en casa, pero también sin salir de la ciudad, en este círculo-espiral hacia-dentro en que a veces se convierte la rutina que me envuelve: de casa al trabajo, del trabajo a clase, de clase a casa… y vuelta a empezar. Necesito romper el círculo, salir, revertir la espiral hacia-dentro en una espiral hacia-fuera y alejarme del ruido interior. Tomar el rumbo hacia mis paisajes exteriores para diluirme en ellos, para contemplar, aguzar de nuevo los sentidos para sentir la soledad y el silencio, y saborear de nuevo la vida.
Y mientras llega ese escape, desde la ventana de mi casa contemplo el exterior, y vuelo con mi imaginación a mis paisajes del alma: el jardín me lleva al bosque, a los robledales segovianos, a los abedules de la sierra de Ayllón, a las hayas de Irati; la lluvia y el frío me hacen sentir la nieve que imagino recién caída en Larra, anticipando el disfrute y el gozo de caminar sobre ella este próximo invierno; mirlos y carboneros que vuelan fugaces tras el cristal, a los seres vivientes y vivaces que ahora se repliega y resisten bajo la hojarasca del Bertiz, de Urbasa, preparándose para el invierno; y el monte Ezcaba que asoma detrás de la ciudad, a mis montañas, a las montañas infinitas que uno saborea desde una cima. Olas de montañas que decrecen hasta los valles, montañas que esperan mi vuelta, tal vez este fin de semana, o tal vez el siguiente…
A pesar de todo, sigo soñando con mis paisajes…