Para el habitante de la ciudad, acostumbrado permanentemente al rumor urbano, el silencio no tiene el mismo significado que para el que vive en el campo. Una atenuación repentina del ruido del tráfico o de una obra próxima le basta para sentir que reina el silencio, aunque para el que vive en el campo sigue habiendo un ruido molesto. Por ello buscar el silencio en un parque es más bien el resultado de una actitud personal, una disciplina interior que consigue centrarte en tus pensamientos y en tu entorno más inmediato, de pocos metros a tu alrededor, tras una pantalla sensorial que te protege. O también, como decía al principio, el resultado de madrugar por la mañana y disfrutar brevemente del alba, cuando todavía la ciudad no ha despertado.
En el pueblo la gente y sus casas se adaptan al sol, al viento predominante, al relieve, en una relación más intensa con el medio que les rodea; en la ciudad, recubrimos nuestro entorno con el asfalto, el ladrillo y el cristal para acomodarlo a nuestro criterio. Los parques no dejan de ser islas de naturaleza que recreamos para evadirnos brevemente de la trama que hemos creado. Y los ciclos de las estaciones se adivinan como pequeños signos inscritos en la urbe: la duración del día, la luz en invierno o en verano, los colores cambiantes de los árboles, el suelo cubierto de hojas, la lluvia o la rara aparición de la nieve, las flores recién puestas en primavera… pese a ello la gran mayoría de la gente no percibe estos cambios en medio del torbellino y la velocidad a que se mueve lo urbano. La primera víctima de la ciudad son sus habitantes.
Cada uno tenemos nuestros parques predilectos, elegidos según nuestra manera de ser,vinculados a un recuerdo de un momento de sosiego en el pasado, o a nuestra experiencia cotidiana: unos preferimos los parques boscosos, desordenados, solitarios, que aparentan ser salvajes sin serlo, buscando perdernos en sus vericuetos y tratando de ocultar de nuestra vista y oído el murmullo del tráfico y los edificios. Otros gustan de parques “amaestrados” con setos de trazos bien rectos y cortados, árboles podados, avenidas rectilíneas y fuentes artificiales, la naturaleza completamente domesticada, “una falsificación de sus propias intenciones” (Joaquín Araujo).Ni que decir tiene que a mí me gustan más los primeros.
Cámara en mano, voy buscando en el parque aquello que en la naturaleza encuentro, aunque solo sean poco más que pequeños indicios de lo que añoro. Contemplo las luces que penetran al amanecer o al caer el sol por entre los edificios, encendiendo parcialmente algunos árboles, antes que todo se iguale con el sol de la mañana o se mezclen con la luz de las farolas y las sombras del crepúsculo. Me fijo en las formas de las hojas de los árboles, observo a los paseantes que incesantemente se cruzan alrededor, sin poder sustraerme a su mirada. Cuando uno ha dedicado muchos años de su vida y se ha “especializado” en fotografiar entornos más agrestes de nuestra naturaleza, fotografiar lo urbano se convierte en tarea difícil. Tengo que recorrer una y otra vez el parque, conocer su botánica, sus usos, los momentos más tranquilos, las contradicciones entre sus zonas más ajardinadas y aquellas más escondidas y salvajes, a distintas horas y en distintas estaciones; “Empezar a sentir el lugar, y ser capaz de absorber su espíritu”. Para encontrar “lo bello en lo cotidiano, lo nuevo en lo cercano, y lo extraordinario en lo sencillo” (Fernando Puche).
Y me doy cuenta que por cercano que esté a nosotros un lugar, incluso un parque urbano, nunca acabas de conocerlo por completo.
Fotografías tomadas en los parques de Pamplona