Creciente hegemonía
Marina Aoiz Monreal – La línea (del libro Fragmentos de obsidiana)
del espacio donde se fragua las sombra
Disfruto de un atardecer en la llanura castellana, justo cuando el Sol comienza a buscar el horizonte, al final del día. Es un momento especial, entrañable. Si no tuviésemos atmósfera, el paso del día a la noche sería repentino, como si apagáramos la luz en la habitación, y de repente apareciera el cielo estrellado. Pero gracias a esta fina capa de aire que nos envuelve las ondas de luz del Sol se dispersan a través de las nubes y partículas de la atmosfera, y podemos admirar este despliegue de colores que nos trasladan del día a la noche.
Busco un lugar privilegiado donde colocar el trípode con mi cámara compacta, intuyendo las siluetas de los árboles cercanos, y me siento a contemplar el paisaje, esperando a que comience el espectáculo del atardecer. Hace una brisa agradable, y las nubes rellenan de formas y texturas el cielo.
Conforme el Sol va descendiendo, los colores cálidos comienzan a desplegar su sinfonía: Primero el índigo, luego el morado, más tarde amarillos y naranjas cuando el Sol ya casi toca el horizonte, hasta que aparecen los tonos rojos, mezclados con el resto. Tan pronto nuestro astro rey se oculta empiezan desplegarse tonos más fríos: quizás sean primero el púrpura y los violáceos, o… ¿tal vez son añiles? -en esta gama de colores comienzo a dudar dónde empieza uno y acaba otro-; pero finalmente el azul oscuro va desparramándose por el este poco a poco, difuminando al resto. A mi espalda ha salido la luna, que parece jugar con las trazas de nubes sobre el horizonte.
La noche va extendiéndose progresivamente, casi sin apenas darme cuenta. Aparecen las primeras estrellas, aunque solo las más visibles, con permiso de la luna casi llena. En la lejanía todavía se percibe el resplandor de la última claridad, hasta que finalmente también ésta desaparece.
Un mirlo deja oír su canto, pero la mayoría de habitantes del bosque ya están en sus nidos y refugios, enmudeciendo con la noche. Finalmente, poco a poco se va haciendo el silencio. Pero con el crepúsculo otros animales comienzan su actividad. Sentado en un alto, en el límite del bosque, he visto salir corzos y conejos a las parcelas de cereal linderas. Ya casi de noche, me incorporo para regresar a casa. Sorprendo a un cárabo en la rama de una encina. Lejos oigo el autillo cantando su monótono “piii”, escondido en una chopera. Y al fin, con la luz de la luna, llega el sosiego de la noche.
Es el crepúsculo