“Un día, el leñador, le pidió madera a un árbol para el mango de su hacha, y el árbol se la dio.”
Rabindranath Tagore, escritor indio
Cuando aquella mañana abrimos el periódico para hojear las noticias en el Diario de Navarra no pude por menos que exclamar: ¡Caramba! ¡Pero si esa foto es mía!
El artículo en euskera informaba sobre un proyecto de repoblación con árboles con motivo de la fiesta del Nafarroa Oinez en Tafalla. Y la fotografía, publicada doce años antes, formaba parte de un precioso librito que editó la fundación María Del Villar Berruezo y la agrupación ecologista ANAN sobre el paisaje tafallés: una mirada casi aérea sobre un mosaico de cultivos salpicados por bosquetes, ribazos, orillos, taludes y linderos de quejigos y encinas, en primavera. Es esta:
Solo paseando muchas veces por estos lugares es posible apreciar la belleza y equilibrio de ambos ecosistemas entremezclados, entre la diversidad de la vegetación natural y la homogeneidad del cultivo del cereal, adaptados el uno al otro a los caprichos de la orografía y a la evolución de la agricultura tradicional. Y disfrutarlo sentado desde un alto es un regalo para la vista. El color cambia en cada época y también cada año, acompasando a los ritmos que el clima y las estaciones imponen a su vez, a las labores agrícolas. Lo que hoy aparece dominado por el ocre de la tierra recién roturada, comienza a teñirse del verde oscuro del trigo naciente cuando todavía es invierno. Al mes siguiente se torna de un verde amarillento, salpicado aquí y allá por el rojo de las amapolas. Después madura el cereal, rubio, dorado, hasta que el paso de la cosechadora deja el campo en un amarillo lavado.
Y al año siguiente el ciclo comienza de nuevo… o nos sorprende con una nueva paleta de colores: el naranja girasol, el amarillo cadmio de la colza en flor, o el tono violeta de las vezas.
Y como telón de fondo, el verde oscuro de los bosquetes y ribazos de la vegetación originaria, que se entremezcla de forma irregular con los cultivos, en un frágil equilibrio donde el bosque, a priori, lleva las de perder.
Este paisaje me evoca un sinfín de palabras: multiplicidad, riqueza, color, diversidad, convivencia, abundancia, pluralidad, equilibrio-inestable, mosaico, heterogeneidad, coexistencia, resiliencia, contemplación…
Parece como si la combinación del paisaje natural y el aprovechado por el hombre en su justa medida multiplicara las posibilidades para la coexistencia entre la vivacidad y el agricultor. Los setos son refugio para la fauna y reservas de biodiversidad para la vegetación natural. Las rapaces (cernícalos, mochuelos, aguiluchos, milanos, ratoneros, águilas calzadas y culebreras, cárabos y búhos reales) sobrevuelan con frecuencia los campos a la búsqueda de sus presas, que a su vez hallan refugio seguro entre los ribazos y las rocas. Entre carrascas, quejigos y robles crecen pequeños arbustos y plantas: enebros, ollagas, escambrones, tomillos, romeros, madreselvas, rosales, endrinos, majuelos y un largo etcétera de plantas. La fauna menor corretea, se alimenta, cría y esconde entre los agujeros de las piedras o bajo el laberinto enmarañado de la espesa carrasca. Entre las piedras asoman el hocico las lagartijas ibéricas.
El alcaudón y el papamoscas otean desde las ramas más altas, a la búsqueda de pequeñas presas o de insectos. Árboles protectores y recolectores de energía y organismos vivos. Retazos de comunidades de seres vivientes que poblaban la zona, antes de que ésta fuera transformada por el ser humano.
Pero el paisaje es también engañoso: llega un día la mano del hombre y decide abrir una nueva pista donde antes había árboles y sembrados. Arranca ribazos para permitir el paso de máquinas más potentes, decide concentraciones parcelarias donde antes coexistían la agricultura con la naturaleza silvestre, ubica nuevos molinos o tendidos eléctricos donde solo soplaba el viento y volaban las rapaces… todo ello va acotando y cercenando silenciosamente el espacio donde todavía resiste lo natural. Hoy aquí falta un árbol, mañana desaparece un talud silvestre, enrasado poco a poco por el arado, en el horizonte se empiezan a vislumbrar algunos molinos…
Uno de los defectos que tenemos como seres humanos es la “amnesia de paisaje”: los cambios se sucedan tan paulatinamente que no somos conscientes de la degradación progresiva del medio natural. Al principio la amnesia de paisaje no actúa, pero si alguna vez regresamos, al cabo de muchos años, al mismo lugar, empezaremos a desconfiar de nuestra memoria: ¿dónde fueron aquellos ribazos arbolados de nuestros recuerdos? ¿Dónde aquél viejo camino entre las zarzamoras?
Amnesia de paisaje
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P.D. ¿Y qué pasó con aquella fotografía? Además de publicarse en el libro sobre Tafalla, en aquellas fechas ilustró también un artículo en el mismo periódico para promocionar el libro. Así que con tantas pruebas a mi favor, y después de ponerme en contacto “cortésmente” con la dirección del Diario, con carta, se me compensó económicamente por el precio que yo había estimado.