El alma humana se construye a partir de la acumulación de vivencias y la montaña es generosa en proporcionarlas… Cada ruta, cada ascensión, cada fracaso, entremezclando los recuerdos con los proyectos, enseña algo de uno mismo, infunde carácter, hace sentir y vibrar
del libro “Pirineos íntimos”, de Enric Faura y Jordi Longas
El montañero que interioriza sus vivencias de montaña sabe que son muy diversas y frecuentemente de signo contradictorio. Desde la alegría que nos proporciona el paisaje, o encontrar un manantial cuando andamos escasos de agua, a la angustia de la retirada bajo la tormenta, maldiciendo haber salido ese día y deseando llegar bajo cubierto.
Muchas de las experiencias tienen que ver con el disfrute de la belleza: nos maravillamos con las luces y los colores de la montaña, o con los reflejos de un lago, o las formas ariscas de las crestas… o tal vez nos deleitamos al sentir el viento suave, la nevada silenciosa. Otras están relacionadas con los adversidades vividas: el fracaso, la sed, nuestros miedos a la soledad, a la tormenta, a un accidente inoportuno, a perder el camino, a regresar tarde, muy tarde o, tal vez, tener que pasar una noche de infortunio. Quizás en la combinación de la belleza junto con los momentos duros y difíciles está una parte del secreto de nuestra atracción hacia las montañas.
Y, a menudo alguno de los recuerdos más entrañables de la montaña van asociados a pasar la noche en ella. Vivaquear voluntariamente, de forma premeditada y organizada, disfrutar de la experiencia mágica del atardecer y amanecer en las alturas, para combinar, en una noche, lo mejor de la belleza del paisaje que nos proporciona el final del día con el inicio del otro, pero también confrontarnos con la experiencia de la soledad o con nuestros miedos.
El conde Henry Russell ya lo sabía, o al menos lo descubrió por sí mismo. Este noble francés tuvo el tiempo y los recursos para recorrer medio mundo antes de caer perdidamente enamorado de los Pirineos, que veía desde la ventana de su residencia en Pau. En aquél momento, segunda mitad del siglo XIX, aún había mucho por hacer y descubrir en el Pirineo, y Russell se lanzó a la tarea con pasión. Igual que otros antes que él, exploró infinidad de picos y valles que solo los pastores conocían, y fue el primero en hollar decenas de cumbres a lo largo de toda la cordillera. Pero Russell descubrió además, la satisfacción de pasar la noche en las cumbres de las montañas, siendo pionero en ello. No fue el primero en dormir sobre una cima del Pirineo, honor que sin duda les cupo a los geodestas franceses Peyter y Hossard, quienes en 1825 pasaron varias noches en el Balaitús; pero sin duda fue el primero en hacerlo por puro placer, sin buscar nada más que la experiencia en sí misma. Pasó muchas noches solitarias cerca de la cumbre del Vignemale, en alguna de las grutas que él mismo se hizo construir, acompañado solo de las estrellas en el cielo, con el glaciar de Ossue a sus pies.
Qué decir del esplendor de las
Henry Russell
noches de julio y agosto pasadas entre cielo y tierra
en la cumbre de las montañas. Por más que uno de la
vuelta al mundo, no se podría contemplar nada más
sublime que los últimos minutos de un bello atardecer
en las cumbres heladas de los Pirineos, mientras el
silencio y la desolación de la noche suben desde las
llanuras oscuras y las cumbres; rodeadas de azul
marino y de vapores dorados, brillando como la brasa
Elegir una u otra cumbre no suele ser casual: leemos la reseña de una experiencia de otro montañero y nos apetece seguir sus pasos, otras veces es fruto de nuestra experiencia anterior en ellas: subimos montañas, y un día de verano recordamos esa fina arista que prolongaba la cima en una excursión anterior, o imaginamos ese ibón por el que un día transitamos con los reflejos de las crestas alrededor, o ese mar de montañas iluminado por el sol justo encima del horizonte… entonces surge el deseo de volver y de hacer realidad lo que habíamos imaginado.
La aventura suele comenzar, como cualquier actividad en la montaña, estudiando los mapas, buscando información que nos haga una idea de la ruta, los tiempos, los refugios en el camino. La preparación de la mochila suele ser más minuciosa, tratando de cubrir todas las eventualidades, pero, a la vez, intentado ir lo más liviano posible. No sería la primera vez que me dejo en casa algo importante.
Por fin, ya en la cima, elegido el sitio, tenemos la oportunidad de gozar con la belleza del atardecer y del amanecer, siempre distintos y emocionantes. Si todo ha ido bien hasta ese momento, nos sentiremos privilegiados de estar en lo alto del mundo, con los ojos fijos en ese sol que se esconde encendiendo en rojo las montañas y rocas a nuestro alrededor. Y dormir mirando la oscura bóveda poblada de millones de estrellas que nos lanzan preguntas sin respuesta o, tal vez, bajo un sorprendente paisaje de sombras a la luz de la luna llena. Pasar la noche en la montaña enfrenta al montañero consigo mismo, le permite conocerse y, a veces, descubrirse. Le transporta al fondo de sus pensamientos y sentimientos, al fondo del alma. Con el silencio, la noche nos hace volver la vista hacia dentro. La soledad y el silencio en las noches de montaña nos pueden llevar a una extraña lucidez, más allá de los límites conocidos.
A veces la noche siembra la duda en nuestro interior. La oscuridad nos impone respeto y, a veces, nos hace revivir viejos temores ancestrales de la especie humana que todavía permanecen en nuestras entrañas, a pesar de que vivimos en sociedades avanzadas (o eso creemos). Pasamos la noche expectantes, a veces sin conciliar el sueño, percibiendo la vida nocturna alrededor, el agua que fluye constante, las sombras del animal que no vemos, la piedra que cae, el silencio absoluto. Y nos sentimos desprotegidos e inseguros, esperando que el nuevo día traiga por fin la tranquilidad.
En otras ocasiones el vivac es una experiencia de resistencia: ya no se trata de dormir ni descansar, sino de resistir, aguantar las penurias de la noche, tiritando sin pegar ojo con toda la ropa puesta, soportando las fatigas de la etapa, la lluvia o el viento, la dureza de la roca o la estrechez de la repisa. Alejados de la civilización y desprotegidos, sentimos la soledad y la desnudez, y solo deseamos ganar la primera luz del alba y con ella la vida que recomienza cada día. Recuerdo en especial despertarme bajo una tormenta eléctrica de madrugada, en las inmediaciones de la Mesa de los Tres Reyes, que pocas horas antes no preveía, o aquella noche cercana al puerto del Palo, donde el viento y las nubes rasantes zarandearon inclementemente la tienda donde me refugiaba (afortunadamente, llevaba tienda), o regresar después de una noche de frío y humedad, en una espesa niebla, sin haber disfrutado del atardecer ni del amanecer, ni de las estrellas, ni del paisaje… Esos momentos parece que volvemos con las manos vacías, pero después estas experiencias se recuerdan con intensidad, nos enseñan algo de uno mismo, en definitiva aprendemos a saborear la vida.
Una gran niebla duerme a mis pies
Henry Russell
y me separa del resto del mundo; a
veces se deshace en pequeñas
nubecillas que se enganchan a los
negros picos que me dominan y me
miran desde el sur. Es de un
esplendor casi espantoso
La llegada de la luz y del calor es un momento que se vive con plenitud. Despertamos con la primera claridad del alba, o quizás bañados ya por la cálida luz del sol que nos devuelve al mundo tras una fría noche de verano. Se siente una extraña percepción de felicidad, mezcla de experiencias estéticas, sensoriales, espirituales… regresamos gozosos por haber vivido la experiencia, deseamos volver otro momento, en otra montaña, en este verano… quizás la semana siguiente
Nuestra época cuenta con el privilegio de la fotografía para poder evocar unas vivencias que serían difíciles de compartir de otro modo: un largo atardecer que nos deja fascinados más allá del crepúsculo, unos minutos de magia al amanecer, contemplando aquella luz irrepetible; quietud, calma absoluta… otras veces, al igual que con la experiencia de la noche, sentimos cierta frustración cuando la niebla, o un día gris, o el propio paisaje no responde a las expectativas que nos habíamos creados. En cualquier caso, las fotografías tomadas contienen y guardan aquellas emociones, aquellas luces… nos permiten volver y reconstruir lo que pasó, vivencias íntimas que intentan intentar explicar lo vivido, de compartir el sueño, de evocar el recuerdo o provocar el deseo de volver. Aquí os he compartido algunas de estas vivencias bajo las estrellas.
“A veces estoy minutos en un lugar, otras veces días… Acercarse a la fotografía es como conocer a una persona y comenzar una conversación. ¿Cómo se sabe de antemano dónde conducirá? … Ciertamente, la curiosidad y la paciencia son elementos importantes … A menudo vuelvo a los mismos lugares una y otra vez, buscando, repitiendo, sabiendo que hay más potencial de lo que advertí por primera vez”
Michael Kenna (1953), fotógrafo