El lenguaje del agua se asemeja en el
Regla Alonso Miura, pintora de paisaje
arte y la naturaleza. En una acuarela, la
expresión de su belleza depende de la
intención del artista, la textura y composición
del soporte, la carga del pincel, la
intensidad del trazo… La naturaleza, fiel
a las leyes que se ha marcado, dibuja
aparentemente distraída un esquema
que, por esencial, resulta intrínsecamente
bello.
Desde hace unos años he sentido especial predilección por buscar una pequeña planta “carnívora”, que crece muy discretamente en ciertos parajes poco conocidos: las turberas.
Una turbera es una zona “pantanosa” muy especial: un terreno que normalmente siempre permanece encharcado, y donde se acumula gran cantidad de materia orgánica, en un lento proceso que puede durar miles de años. Las podemos reconocer cuando encontramos una pradera generalmente encharcada y mucho más verde que el terreno que le rodea, y con una tierra muy oscura, la turba. Pero además, cuando tratamos de caminar sobre ella, nos daremos cuenta que el suelo es blando, muy húmedo, y está mayormente cubierto por los musgos de turbera (llamados técnicamente “esfagnos”). A primera vista puede parecer un lugar muy simple, como una pradera; pero en realidad las turberas rebosan vida, y tienen unas plantas muy peculiares que se adaptan a vivir en un medio ácido y muy pobre en oxígeno. Tan solo plantas como los musgos “esfagnos”, la hierba algodonera, la drosera y algunos juncos… son capaces de sobrevivir en estos lugares.
Después de estar varios días de travesía alrededor del valle de Arán con unos amigos, hice varios paseos por mi cuenta para conocer un poco más de este valle. Y tuve la suerte de encontrar, camino de zonas altas, una estupenda turbera que me recordó enseguida a los magníficos paisajes de “fractales” (en una escala muy reducida, claro) del fotógrafo Héctor Garrido: una pequeña regata con mil ramales que serpenteaba muy lentamente entre los grandes acúmulos de esos musgos que he mencionado, los esfangos. Desde lo alto de un saliente rocoso permanecí largo rato contemplando la turbera sin prisas (dichosa soledad que permite la mera contemplación del paisaje), recorriendo los arroyuelos con la mirada: curvas ondulantes creando formas armónicas, serenas, misteriosas… dibujados por la materia orgánica, el tiempo y el agua.
Y lamenté que a esa hora, poco después de mediodía, la luz casi cenital no me dejara disfrutar de la combinación de luces, sombras y texturas que a última hora de la tarde se iba a revelar, cuando el sol estuviera ya cayendo en la tarde. “Es un lugar para volver”, pensé. Un lugar que quedará, como muchos otros, en mi catálogo imaginario de fotografías que, tal vez, o no, un día queden grabadas por mi cámara.
Una hora después bajé a buscar mi planta carnívora: la drosera o atrapamoscas. La primera vez que la descubrí fue hace ya unos años, también en el pirineo, y me costó encontrarla, entre tanta planta enmarañada.
Pero esta vez la atrapamoscas estaba ahí, abundante, diminuta, llamativa, curiosa. Tenía que pisar con cuidado para no llevarme por delante unas cuantas. De hojas rojas, con pelos pegajosos, que le sirven para atraer pequeños insectos y, de paso, disolverlos poco a poco cuando se quedan pegados. De esa manera complementan su dieta con nitrógeno, escaso en el medio que vive. Ingenioso mundo vegetal.
La drosera. Pequeña, diminuta, inofensiva
Ya hundí en esponjas mis rosetas de musgos y atollares.
Raúl de Tapia Martín, biólogo, escritor
Rotundo es el decir de mis hojas, erizadas de los engaños de la necesidad.
Abro mi hambre a la nada en la que habito, pero no devoro.
Sacio mi rocío de soles y austeridad,
así nutro mi leyenda de carnívora Drosera.