He escondido mi esencia en el silencio.
Nazik Al Malaika (1923 – 2007), poeta, música y profesora iraquí
El comienzo del verano está siendo pródigo en escapadas para hacer vivac bajo las estrellas.
Hoy emprendo la marcha con las primeras horas de la tarde. El sol calienta todavía fuerte a mi espalda, pero no tengo prisa. Camino lentamente, y poco a poco voy cogiendo altura sobre el valle, emocionado y contento de estar allí, solo. Atrás va quedando lejos la carretera, el aparcamiento, los coches, las personas.
Mientras camino por suelos confortables me distraigo con pensamientos que surgen de manera caótica, pero cuando el terreno se remonta o se vuelve irregular y pedregoso, mi atención se dirige a ver dónde pongo el pie. Entonces solo percibo mi respiración jadeante, el corazón latiendo fuerte. Alrededor los sonidos se van aminorando poco a poco, tan solo rotos por el chillido de alguna marmota o el paso de las chovas.
Entro en el reino del silencio, del sosiego, la calma. La mirada se ensancha, el oído se afina, empiezo a caminar con más ligereza.
Por fin llego al último collado antes de la cima. Una breve parada para descansar y beber, respiro hondo, y comienzo a subir los últimos doscientos metros hasta la rocosa cumbre del Sobarcal, buscando ya con la vista un lugar más o menos cómodo y protegido donde pueda hacer noche. Ya he llegado.
Hay una calma total, el aire no sopla y el cielo permanece despejado completamente. Es un momento mágico, de silencio, de gozo para la vista y de descanso para el cuerpo, ahora ya relajado. Al este, donde la línea de cumbres cae abruptamente hacia el valle de Lescun, los perfiles de las montañas van quedándose entre las sombras, y rápidamente son envueltos por la luz del anochecer, fría y azul. Hacia el otro lado pequeñas nubes van tomando poco a poco posesión del cielo, hasta abrazar al sol en el horizonte, rodeado por su propia luz crepuscular.
Abro los ojos de madrugada. Ni un ruido. Sobre mi cabeza las estrellas titilan nítidas, reconozco en primer lugar la pequeña constelación del delfín, después la Osa Mayor, Casiopea, el triángulo de verano, encuentro la Polar hacia mis pies, sobre la oscura silueta del Petrechema. La inmensidad del cielo salpicado por infinitud de estrellas, tan amplio y profundo que es difícil mantener el sentido de la proporción con respecto a nuestra propia existencia. No hay luna, pero en la oscuridad descubro la negrura de las cimas de las montañas que me rodean y los perfiles rocosos del abismo, unos metros delante de mí. Somos partículas minúsculas en el Universo.
Y entonces me siento privilegiado, suspendido en el tiempo, en el espacio, en el silencio. Tan solo yo, y mi interior. Un lujo.
Despierto antes que salga el sol. Estiro el saco, desayuno frugalmente y en unos minutos estoy de nuevo sentado en lo más alto, con la cámara sobre el trípode, mirando hacia el lugar donde intuyo saldrá el Sol.
El primer indicio del alba es una pálida franja azul, como una fina línea sobre el horizonte. La franja va cobrando un tenue resplandor anaranjado. Con la llegada de la claridad, un paisaje nuevo va surgiendo desde la noche: primero las siluetas recortadas sobre el cielo de las montañas a mi lado, Petrechema, la Mesa, el Chinebral. Unos cientos de metros más abajo una densa niebla al principio de tenue color azulado, después anaranjada, cubre completamente el paisaje haciéndolo desaparecer bajo mis pies. Y sobre la niebla, como islas, las montañas más altas. Los perfiles ya me son familiares: Billlaré, Le dec del Lhurs, Chipeta, el castillo de Acher, Bisaurín, las crestas rocosas que rodean el ibón de Acherito, a lo lejos el Midi d’Ossau y el Anayet, más al sur Collarada… Al norte de la divisoria, la niebla; al sur, todo despejado hasta donde me alcanza la vista. Y por debajo, al pie de las vertiginosas paredes de las agujas de Ansabère, el mar de nubes, como rompiendo mansamente al pie del acantilado.
Después de hacer unas fotografías, me siento a contemplar el amanecer, y disfrutar de la mera contemplación de la belleza del paisaje que me rodea, un paisaje fuera del tiempo, un lugar para mirar, y para sentir.
Un amplio entramado de cirros y rastros de aviones se entrecruzan en el cielo. Después sale el sol, sosegadamente, del rojo al amarillo. Media hora más tarde el sol empieza a estar ya alto, el cielo completamente azul; la niebla ahora blanca y brillante bajo mis pies. Empieza a hacer calor. Es el momento de recoger mis cosas y retornar al punto de partida.
Paisajes silenciosos