Picos de Europa: la travesía

El viaje empezó mal. En la primera etapa, sentado entre las rocas, bajo una exigua sombra a cubierto del sol implacable, pensaba en cómo iban a sacarme de aquí si como todo apuntaba, acababa desfalleciendo.  A solo doscientos metros por debajo del refugio era incapaz de dar un paso más, y solo esperaba que pasara lo peor. No sé cuánto tiempo permanecimos allí, entre aquellos contrafuertes rocosos del canal casi vertical que desde Cordiñanes, el último pueblo que veríamos en varios días, nos iba a adentrar en lo más agreste de Picos, subiendo mil doscientos metros por encima de nuestras cabezas hasta el refugio de Collado Jermoso. Pero al cabo de un rato sentí que mis tripas empezaban a moverse, y después de vaciar completamente mi tubo digestivo de manera poco ortodoxa, me sentí un poco mejor…

Esta senda que sube hasta Jermoso, labrada a pico en algunos tramos, y que los montañeses llaman en el primer tramo la Rienda de Asotín, fue la primera de unas cuantas “canales” durísimas que estos días he estado caminando con mi amigo Peio por los Picos de Europa, los Picos como les llama la gente de la comarca. Pero, a diferencia de otras veces, en esta hubo un pequeño cambio: no he llevado cámara. En realidad, la mayor parte de mis caminares en estos meses de primavera y verano los he realizado sin ella. Forzosamente, todo hay que decir, pues se me estropeó definitivamente mi última cámara y hasta ahora no la he sustituido. Al mirar sin la cámara elimino esa barrera que se interpone entre mí y el paisaje, dejo de aislar luces o formas buscando aquello que me falta o me sobra para componer y fotografiar; la mirada discurre sin obstáculos, amplío la percepción con mis sentidos y el paisaje lo disfruto como un todo, sin el recorte estrecho que marca el encuadre de la pantalla. Mis ojos se habitúan rápidamente a la nueva situación y me centro ahora más en cada paso por el difícil terreno que transito. Miro más despacio, más atento,  sin mover fugazmente mis ojos a un lado u otro del camino buscando fotografías. Quizás por eso en este recorrido apenas me he llevado algún pequeño resbalón o golpe en el trasero. Aprender de nuevo a mirar sin cámara deja en mi memoria otros recuerdos, otros sentimientos que ahora me atrevo a escribir. En este viaje no he recopilado imágenes, sino sensaciones y experiencias, si cabe más intensas que en otras travesías.

Así que allí, en el refugio Jermoso, en un lugar increíble, enriscados sobre el vacío del valle de Valdeón, disfrutamos de un espléndido atardecer, bajo la mirada atenta de la Torre del Friero y del cercano macizo occidental que culmina en Peña Santa.

Tras esta primera jornada, dejados atrás los últimos hayedos, vinieron otros seis días más de disfrutar del silencio bajo un paisaje abrumador, áspero, con farallones rocosos inaccesibles a la mayoría de nosotros que alternan su verticalidad, con profundos hoyos o “Jous”, algunos impresionantes, que delatan el origen glaciar de estas montañas. Han sido días duros, agrestes, poniendo a prueba nuestra resistencia, la concentración, el equilibrio, la capacidad de orientarnos en este inmenso caos de rocas que es Picos, y el despertar de sentimientos como la soledad, la incertidumbre y la sed. Cada día igual que el anterior, pero cada día diferente, lejos de todo, en la distancia y en lo mental, donde querría siempre quedarme.

Ojo, que Picos es mucho Picos” nos dijo una montañera experimentada en uno de los refugios. Y a nosotros, curtidos en unas cuantas travesías en Pirineos, nos parecía que iba a ser  un coser y cantar…

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Al día siguiente el sendero –allí donde lo había- nos elevó aún más hacia cotas más altas, hasta casi 2400 metros, para adentrarnos en el macizo central de Picos por laberintos rocosos que nos sumergieron en el inmenso karst, un paisaje casi lunar desprovisto de vegetación, una maraña y confusión de grietas, simas, y llastrales (rocas lisas) sin paso aparente por donde casi hay que ir intuyendo o imaginado el mejor camino, que en Picos casi nunca será el más derecho. Una vez más, los hitos nos van dando pistas allí donde el sendero desaparece entre las afiladísimas lajas de la roca caliza.

Cabaña Verónica
Cabaña Verónica

Pasamos la Cabaña Verónica (un diminuto refugio guardado en un lugar espectacular) y nos dirigimos al paso conocido como Horcados Rojos. Ya solo el nombre nos indica que es un lugar especial. Tras una corta subida al collado, al otro lado nos sorprende el vacío a nuestros pies, una caída de casi 300 metros hasta el inmenso y lunar cráter del “hou (o Jou) de los Boches”, por donde no parece haber una bajada lógica salvo que uno rapele o se lance en parapente. Afortunadamente unas marcas nos guían hasta un cable a través del cual podemos ir destrepando con cuidado, en un larguísimo y vertical descenso hasta el fondo del impresionante hoyo. Parece mentira que alguien haya podido dar con paso para poder bajar sin cuerda por esa pared.

El vacío a sus pies. Jou de los Boches
El vacío a sus pies. Jou de los Boches

Al otro lado del inmenso Jou de los Boches espera el no menos grande Jou Sin Tierra. Los “jous” son antiguas cubetas glaciares donde se acumulaba el hielo, a veces en espesores de más de trescientos metros. El terreno es un auténtico mundo mineral sin rastro de vegetación. Por fin llegamos a los pies de la impresionante pared del pico Urriellu o Naranjo. La tentación es quedarnos en el refugio que se encuentra justo a sus pies, tomar unos refrescos, descansar. Pero el tiempo apremia, reponemos fuerzas con el bocata y agua de la fuente cercana, y retomamos el camino dejando a nuestra espalda la mítica cara oeste del Picu. La senda sube de nuevo sin descanso, con trepada final en la que tenemos que usar las manos hasta el collado de Horcada Arenera, paso natural desde la vega de Urriellu a nuestro destino en Cabrones, donde queremos llegar antes de que caiga la noche. Este paso es clave para los montañeros que suben a Torre Cerredo, el pico más alto del macizo y de toda la cordillera, y nos encontramos con varios montañeros que regresan de allí. Pero nosotros no vamos al Cerredo, sino que descendemos en dirección oeste por un terreno caótico de rocas, sorteando jous y más jous hasta llegar al que contiene el refugio, casi tres horas después de haber pasado por el Naranjo. Sin ducha, sin hueco para dormir en el refugio, pasamos la noche durmiendo en el suelo, bajo un saco de mil usos prestado por el refugio y en el cual es mejor no pensar. Sin duda este es uno de los rincones más agrestes y espectaculares, rodeado de altas crestas rocosas y profundas simas, algunas de ellas de las más profundas de Europa. Y a pesar de las incomodidades, sólo por eso merece la pena quedarse a dormir allí.

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Por la mañana temprano me gusta levantarme antes que el resto, tomar mi tiempo para organizar mis cosas, y sentarme a mirar las estrellas cuando todavía en el horizonte apenas hay una muy débil claridad.  Reconozco a Orión, que justo antes del amanecer está espectacular, descubro a Sirius poco después,  asomando entre las siluetas de las afiladas agujas y pico de los Cabrones. La osa mayor, la Polar, Pegaso, Taurus, las Pléyades,… Es un momento de silencio que a mí me parece mágico. Quince minutos después el momento se desvanece, poco a poco otros montañeros empiezan a bajar a la fuente, al ritual de asearse brevemente, organizar las mochilas, desayunar, y empezar una nueva jornada.

Nos espera una etapa larga, difícil, aún más dura. Pero eso todavía no lo sabíamos. Así que salimos del jou de los cabrones y nos dirigimos de nuevo por entre las rocas de manera incierta, atentos a los hitos que guían nuestros pasos entre el laberinto pétreo de los Cuetus del Trabe. El descenso es tan vertiginoso que en algunos tramos tenemos que destrepar con las manos, o ayudarnos de alguna providencial cuerda fija para bajar. El camino es aéreo, las pendientes hacia el norte vertiginosas,  las vistas sobre el murallón de Amuesa, que cierra la brecha del río Cares por su lado sur, impresionantes, y nos dirige rumbo a la  preciosa majada del mismo nombre.  Ahora estamos en un paso clave: desde las zonas altas hay que buscar el descenso al Cares por la Canal de Piedra Bellida, y el camino no es claro. Después de tantear varias sendas, optamos por seguir los pasos de tres montañeros que vimos pasar un poco antes, por encima del límite de los últimos árboles del bosque. Recuperamos aliviados el rastro de hitos, y comenzamos un descenso durísimo, pedregoso, vertical, sin ningún descanso para las rodillas,  en el que cualquier paso mal dado puede dar lugar, cuanto menos, a un buen raspón en el trasero. Al menos agradecemos la sombra que las paredes verticales nos ofrecen. El abismo del río Cares se intuye mil metros más abajo de nuestros pies. Paso a paso, lentamente y concentrados en el terreno que pisamos, vamos dejando metros arriba. Disfrutar del paisaje requiere parar completamente, y asentar bien los pies entre las piedras para poder levantar la mirada del suelo.  A lo lejos se intuye la transitadísima senda sobre el río Cares. Sin descanso descendemos hasta el mismo río, al que agradecemos un refrescante chapuzón en sus aguas.

Otra parada, otro descanso junto a una exigua fuente de agua que con paciencia nos permite rellenar nuestras cantimploras y prepararnos de nuevo para la subida. Si la Canal Bellido ha sido dura, no menos va a ser ascender por la vertiente opuesta del río, la canal del Culiembro. De nuevo a remontar novecientos metros hacia arriba en una larga y pedregosa senda que zigzaguea entre las rocas. Bajo el sol implacable de la tarde me entretengo contando los pasos, y cada cien pasos miro el altímetro. “Con cuatro pasos cada metro de subida me quedo corto, vuelvo a contar los pasos, a ver si cinco pasos hacen un metro de subida…” Después de varias tentativas deduzco que por cada cinco o seis pasos hacen el metro de altitud. Por lo menos he distraído la mente un poco. Poco antes de alcanzar las cabañas del Ostón nos cruzamos con un grupo de montañeros que desciende. El que parece más experimentado nos avisa mirando de reojo mientras desciende:  “¿Tenéis track? ¿No? Entonces mi consejo es que sigáis el camino de Vega Maor y el Collau de Mohandi, no lo olvides… ” ¿El Collau Mohandi? Y me pregunto cómo sabremos cuándo estamos en el collado si hay alrededor decenas de picos, crestas y collados que no conocemos, y que parecen todos iguales. El consejo me suena a aviso envenenado, como una premonición de lo que puede pasar si nos perdemos. La senda ahora se pierde incierta en una canal hacia el oeste. Surgen las dudas, otra vez mirar primero el mapa, del mapa al paisaje, otra vez al mapa, otra vez el paisaje. Decidimos separar nuestros caminos buscando algún indicio, finalmente damos de nuevo con la traza de hitos y continuamos, ya con el agua escasa, hasta la larga pradera de Vega Maor, pero no encontramos la fuente que se supone debería de haber, como toda majada que se precie, y empezamos a racionar la poca agua que nos queda. En Picos el agua vale su peso en oro, y más a finales de un verano seco como este. La tarde cae y el tiempo apremia. En la pradera junto a las cabañas el camino vuelve a perderse, y no tenemos referencias claras. De nuevo la incertidumbre. Con la brújula intuimos la dirección hacia dónde está el refugio, pero ninguna de las dos alternativas es directa y fácil. ¿Probamos a continuar hasta el collado, buscando un camino más directo, o arriesgamos y nos internamos en otro inmenso y laberíntico caos de piedras, jous,  crestas y collados que aparece hacia el sur…? Faltan apenas dos horas para que el sol se ponga, un desnivel por salvar de cuatrocientos metros, y la idea de pasar la noche a la intemperie empieza a rondarnos por la cabeza. Menos mal que hoy el día ha sido también espléndido, calurosos, y sin ninguna amenaza de lluvia o niebla. Pero la sed, esa sed…

Otra vez subir y bajar, siguiendo atentamente los pocos hitos por donde apenas intuimos el delgadísimo hilo de Ariadna que nos guíe hasta la salida. Tras una hora de incertidumbre aparece  por fin lo que parece la majada de Mohandi, y el collado claro que se abre al oeste… Esto no va mal, pero todavía no sabemos cuánto falta. Otra hora, y por fin, a lo lejos intuimos un puntito que puede ser una figura humana. ¡Por fin! Descansamos brevemente respirando aliviados, nos bebemos ávidamente el resto de agua que habíamos reservado y aceleramos el paso hasta la Vega de Ario. Llegamos al refugio apenas quince minutos antes de que se sirva la cena. Al este, a lo lejos, se vislumbra Torre Cerredo y las afiladas puntas de los picos Cabrones de donde  venimos tiñéndose de rojo con los últimos rayos de sol. Y hoy tampoco habrá ducha en el refugio, pero al menos tenemos una estupenda cena…

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De Vega de Ario a nuestro próximo objetivo, Vega Redonda será un paseo de cuatro o cinco horas que nos permitirá relajarnos”, habíamos pensado el día antes. “¿Qué te parece si antes subimos al Gustureru, que dicen es el mejor mirador sobre Picos de Europa?”. Ilusos. Elegimos para subir a este prometedor mirador el camino equivocado, y después de dos horas de sube y baja por un terreno caótico de rocas y canales (como no podía ser de otra manera), regresamos al punto de partida sin haber llegado a ninguna parte. Son las diez de la mañana y nos queda todo el camino por hacer. “Si vais por los lagos tardaréis unas cinco horas, si elegís el camino de la Aliseda tardaréis lo mismo o quizás un poco más, porque seguro os vais a perder…”. La guarda de Vega de Ario no se equivocaba. A las diez empezamos a seguir los escasos hitos que supuestamente nos guían hasta la vega de Aliseda, y pronto las marcas desaparecen sin dejar ni rastro colocándonos de nuevo en una situación delicada. Aquí no hay senda, solo los jitos eran la traza a seguir, y ahora ya no están.

Por detrás por donde hemos venido vemos a lo lejos a dos montañeros ingleses que hace un rato nos preguntaron, también dudan del camino a seguir, se van quedando rezagados. ¿Y ahora qué?  Vuelta a mirar el mapa, a la brújula, al paisaje, otra vez al mapa, otra vez a separarnos para buscar el mejor camino y re-encontrarnos poco después.  Una hora después alcanzamos el collado del alto Llampaza, paso clave, y durante un par de horas sobre terreno duro que sube y baja constantemente  parece que seguimos el camino correcto. Llegamos a la larga pradera de Vega Aliseda. La fuente apenas echa unas gotas de agua y tardaríamos media hora al menos en llenar una cantimplora, así que decidimos continuar de nuevo racionando el agua por lo que pueda pasar. Hasta que en otro caos de collados y canales de piedra el rastro se desvanece. Peio sigue unos hitos por unas rocas lisas, yo me separo para buscar otros que creo que son los correctos. Al cabo de un rato nos vemos en la distancia. Yo creo que he dado con el camino correcto, y me siento a esperarle,  y él creo que opina lo mismo porque tampoco se mueve.  Durante diez minutos somos dos puntitos-isla en el mar encrespado de rocas, demasiado lejos para comunicarnos si quiera a voces. El calor aprieta, pero sentado estoy a gusto. Finalmente, en vista que Peio tampoco se mueve, decido ceder y deshacer el camino andado para ir en su búsqueda. Nos arriesgamos a continuar por el camino que va más al norte, aunque no las tengo todas conmigo. Los hitos suben por grandes llambrias (placas de piedra) donde se avanza rápido, y nos llevan a un inmenso boquete entre las rocas. Parece una sima enorme, no se ve el fondo. Da un poco que pensar, “si uno pierde el equilibrio y cae allá abajo…”. Todo Picos está lleno de agujeros como ese. Un inmenso queso gruyere bajo nuestros pies. Más adelante damos con un poste de colores que en invierno marca la altura de la nieve.

Bajada a Vega Redonda
Bajada a Vega Redonda

Por fin estamos seguros de ir en dirección correcta al refugio, y tras varias revueltas llegamos a él una hora después. Esta vez sí que hay ducha relajante y una buena fuente donde saciar nuestra sed. Nos lo hemos ganado. Casi a la hora de la cena, tres horas más tarde, llegan los dos montañeros ingleses. No sé por qué me da que lo han debido pasar bastante peor que nosotros. Y hoy hace una tarde agradable que invita una vez más a disfrutar del crepúsculo.

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El último día de travesía va a ser el broche de oro de nuestra larga marcha. Me levanto una vez más antes del amanecer, después empezará el jaleo de un grupo de corredores que el día anterior por la tarde llegaron ruidosos, rompiendo la paz del refugio. Vienen con un equipo mínimo mínimo: unas zapatillas, la ropa deportiva y una minúscula mochila (si se puede llamar así) en la que apenas les cabe el agua y poco más. Se están convirtiendo en una nueva especie en la montaña. Utilizan la montaña como pista de entrenamiento, pero a trote como van, y pendientes del terreno duro y pedregoso por el que transitan, dudo mucho que puedan disfrutar del paisaje que nos rodea. No sé cómo no hay más accidentes y lesiones de tobillo entre ellos. Espero que solo sea una moda pasajera.

Bien aprovisionados de agua, nuestro camino se dirige de nuevo hacia el sur, por terreno más amable, hacia la singular torre del Porru Bolu, una especie de Urriellu en miniatura que seguro hace las delicias de escaladores modestos y no tanto. Flanqueando la torre, el camino de nuevo sube esta vez más empinado, cada vez más agreste, buscando la cota de los dos mil metros. Dejamos atrás los últimos vestigios de vegetación y de nuevo nos adentramos en el laberinto rocoso de picos cuyos nombres preferimos ignorar para no abrumarnos. Otro año que volvamos, que seguro es que sí, ya habrá tiempo de bautizarlos con ayuda del mapa. Y si pensábamos que ya lo habíamos visto todo en materia de roca y piedra, estábamos equivocados. Dejamos atrás la fuente Prieta (como la mayoría de las que hemos pasado, sin apenas agua) y nos adentramos en un mundo umbrío, silencioso, de paredes verticales, riscos y jous, y más riscos, y más jous, buscando los hitos que nos ayudan a serpentear entre ellos hasta alcanzar el impresionante collado de la Horcada de las Pozas, que nos abre por fin el paso hacia la monumental pared sur de Peña Santa. En este lugar mágico me doy cuenta que la travesía está llegando a su fin, y me detengo emocionado a esperar a Peio. Más abajo otro lugar hermoso, Vega Huerta, donde descansamos a la sombra de un pequeño refugio. Siempre por encima de los dos mil metros, seguimos la senda rocosa que nos lleva como en un pasillo estrecho y aéreo, en un continuo sube y baja bajo el sol implacable hasta el collado del Burro. Muy abajo, lejos todavía, empezamos a a ver por fin el límite superior de los densos bosques de hayas y robles que tapizan los valles de más abajo. Y más lejos se intuye el refugio de Vegabaño -todavía un puntito en la distancia-  lo que nos anima a lanzarnos pedrera abajo por la canal del Perro esta vez sin descanso hasta la gratificante sombra de los primeros árboles del bosque. Descuelgo la mochila, me siento en la fresca pradera que tapiza el suelo y me bebo ávidamente el resto de agua que me queda, sin restricciones. Se acabó la roca y la piedra bajo mis pies. El viaje casi toca a su fin. Desde el límite del bosque echo una última mirada a las cumbres rocosas que hemos dejado atrás, y que se recortan por encima de los árboles.  Desde aquí nadie imaginaría el inmenso laberinto y caos de roca que se esconde allí arriba. Ahora tan solo nos resta un agradable paseo entre las sombras de las hayas. Bajo una maraña de helechos descubro un pequeño y limpísimo manantial que brota desde el suelo, que parece invitarme a beber, y no me resisto. Fría y pura. El manantial poco a poco se torna en arroyo. Es el nacimiento del Dobra, su murmullo ya nos acompañará plácidamente casi hasta el refugio no sin antes haber disfrutado del imponente roblón de Vegabaño –realmente un monumento natural- y de los riquísimos arándanos con que el bosque nos obsequia en este hermoso final de viaje.

Un viaje donde no he coleccionado imágenes, sino experiencias con mis sentidos,  que espero perduren en mi interior sin haber echado de menos esas fotografías fijadas con la cámara y que demasiadas veces sustituyen a los recuerdos. Sin embargo, en mi próximo viaje volveré a tener una cámara: es la herramienta que me ayuda a enseñar y compartir el paisaje que me atrae y me seduce: las montañas, los ríos, la vida. Y fotografío por el solo placer de componer, no por buscar un recuerdo del pasado, sino para encontrar imágenes bellas, personales, desprovista de lugar, de viaje, de la fecha en que se tomó.

Tremendos Picos, maravillosos Picos.

Travesía realizada entre el 1 y el 7 de septiembre, por el anillo de picos: http://elanillodepicos.com/

2 comentarios en “Picos de Europa: la travesía”

    1. Jesús María Sanz

      Hola Gonzalo,
      Sí, tienes razón, falta un mapa. La travesía la hicimos en verano del 2016, creo recordar, y seguimos más o menos el itinerario que marca la travesía circular del anillo de Picos (http://elanillodepicos.com) por el macizo occidental, empezando y terminando cerca del refugio de Vegabaño, en el sentido hacia Posada de Valdeon. No llevábamos gps, sino que ibamos a la antigua usanza, con mapa y brújula, y en algún punto tuvimos un poco de dificultad para dar con el itinerario, tal y como escribo en la entrada. Creo que con un mapa del macizo o el de la travesía del anillo podrás deducir, más o menos, el itinerario que llevamos.
      Un saludo,
      Jesús

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