“Me ha cantado
Joaquín Araujo, escritor, naturalista
la música del bosque:
entera emoción”
Hace ya unos días, un tres de mayo de dos mil quince…
Me levanto temprano, una vez más. Había decidido pasear esta vez junto a un arroyo entre choperas, en la zona más umbría y espesa. El cielo nuboso.El lugar elegido está apenas a veinte minutos de casa, y discretamente me voy acercando dando un rodeo antes de que el sol salga. A lo lejos, un ruido de fondo, confuso, todavía lejano y poco reconocible. El sonido poco a poco va tornando en murmullo elevado conforme me acerco, y para cuando llego a las inmediaciones del bosquete, el sonido es ya una algarabía de cantos entremezclados, como una charla animada de señoras en una cafetería, o una orquesta de mil instrumentos sin director: mosquiteros, pinzones, carboneros, chochines, mosquiteros, pardillos, cucos, currucas, ruiseñores… rivalizan para ver quién canta más alto, más largo, más melódico. En pocas ocasiones había disfrutado de sonoridad tan acogedora y caótica a la vez. Energía de primavera que fluye. La claridad del sol apenas entra en esa zona, los viejos chopos y sauces sostienen todo un entramado de pequeños arbolillos y arbustos –majuelos, sargas, zarzas, endrinos- y plantas que dificultan mi caminar, pues no hay sendas. La hierba ha crecido exuberante, aunque aún se ven pocas flores. Es un pequeño fragmento de bosque de ribera que todavía sobrevive, sorprendentemente, entre cultivos de chopos y cereales.
Por fin llego al borde del agua que serpentea lentamente entre la vegetación, y me detengo en un lugar discreto a observar, y sobre todo a escuchar: aquello parece una pequeña selva, una fronda tupida y espesa donde el verde ocupa casi todo el espacio alrededor. El canto de las aves me envuelve ahora por todas partes, pero en la espesura no logro distinguir claramente a sus autores, que se mueven fugazmente por entre el entramado vegetal. Y sin embargo están a un paso de mí. Mi cámara compacta no es suficiente para intentar fotografiar alguno de los pájaros que veo, ni siquiera ese pequeño mosquitero (¿o era un zarcero?) que se decide a emitir su retahíla a pocos pasos de mí antes de esfumarse detrás de un sauce, ignorando mi presencia; Las imágenes que tomo y ahora enseño solo muestran un paisaje espeso, exuberante, denso, que bien podría pasar por un paisaje silencioso. Pero es un paisaje sonoro, “belleza no retenida” (Joaquín Araujo) que solo puede disfrutarse desde cerca. Es la fotografía lo que silencia el paisaje: vemos la forma, el contenido, el color, pero no el movimiento, ni los sonidos, ni los olores.
A unos pasos, sobre la rama alta de un chopo, se detiene un cuco. Distingo perfectamente su cola larga que se mueve a un lado y otro, como queriendo llamar la atención. Es un ave esquiva, fácil de oír pero difícil de ver, así que estoy seguro que no me ha visto. Los cucos son parásitos de cría, es decir, ponen sus huevos en los nidos de otras aves, y como no tienen que hacer nido, ni cuidar prole, pueden esmerarse en el cortejo y en el canto.
De repente un estruendo aún mayor, como de una ráfaga de ametralladora, retumba en mis oídos y me sobresalta. El tamborileo se repite a pocos metros sobre mi cabeza. Encima de mí apenas distingo al autor de semejante ruido, pero estoy seguro que es el pito real, o el picapinos, el autor de semejante proclama. Cada pocos segundos el retumbar sobre la madera se repite. Espero pacientemente para no espantarle, pero al cabo de largos diez minutos me canso de estirar el cuello hacia arriba buscándolo inútilmente en la espesura, y decido marcharme. El picamaderos enmudece, estoy seguro que ahora sí me ha visto. Camino unos pasos, me detengo, atento al ave, vuelvo a caminar y por fin lo descubro cuando echa a volar. Su color verde no me deja lugar a dudas: era un pito real. Espero que vuelva pronto.
Salgo de la espesura y camino por terreno más abierto, un cultivo de chopos –que no un bosque-. Conforme me alejo de la pequeña selva el canto de las aves va diluyéndose poco a poco, hasta quedar de nuevo como un lejano sonido de fondo. En el cultivo de chopos de crecimiento rápido la diversidad de aves, arbolillos y plantas ha desaparecido. El pequeño bosque de ribera donde he estado hace un rato tiene muchísima más riqueza biológica que la extensión de árboles alineados donde me muevo ahora. Vuelvo al silencio, a la calma, pero aquí, en esta chopera de imitación, es una calma de ausencia de vida. Alguien ha dado color los troncos, me recuerdan al bosque pintado de Agustín Ibarrola. A lo lejos una liebre se anticipa a mi encuentro y escapa entre los árboles. Es la última sorpresa de mi paseo.
… Estupenda mañana de primavera. Espléndida primavera, caótica primavera.
Paisajes imaginados
Preciosas fotos y bonitas palabras, por un momento me he transportado a esa chopera. A mi los árboles en el bosque me gustan sin pintar.
Un saludo
Gracias, Jerónimo. El bosque de ribera, cuando crece a su libre albedrío, es uno de los lugares con más vida y diversidad, especialmente ahora en primavera. Justo al lado, un cultivo de chopos alineados, de troncos “perfectos”, de suelo limpio de vegetación y ausencia de vida… por lo menos el artista que pintó los troncos tuvo el detalle de darle un toque de diversidad. Saludos