Un paisaje que se va

Hay que asomarse a los pueblos… ahí es donde está la verdad de la vida

El disputado voto del señor Cayo. Miguel Delibes

Uno puede pasarse años yendo a los mismos lugares, pasearlos muchas veces y en cualquier estación, y tener que reconocer que a primera vista no son atractivos. Lugares a los que acudimos ya sea por obligación, por vínculos familiares,  o porque la vida nos lleva a ellos una y otra vez, y sin embargo nos es difícil encontrar la belleza, sobre todo cuando lo comparamos con grandes parques naturales, con paisajes de montaña, con costas o bosques. Tal vez porque lo que nos es más cercano y está al alcance de nuestra mano deja de tener interés, por ser repetitivo y cotidiano.

Algunos de estos lugares son para mí, los pueblos y campiñas de la meseta castellana, más concretamente del nordeste segoviano: una llanura ondulada sin fin, dominada por tierras de labor, un paisaje solo roto por algún camino o carretera que se pierde en la distancia, o tal vez  algún pequeño arroyo flanqueado por chopos serpenteando entre los cultivos; algún pequeño rodal aislado de encinas en el cereal que sobrevive año tras año al paso del laboreo, o quizás un bosque de robles cercano, más abundante conforme nos acercamos al sur, donde la sierra de Ayllón cierra el paisaje, recortada en el horizonte.  En la meseta castellana este es el paisaje dominante. Y salpicando la llanura, pequeños pueblos que solo tienen interés para el que allí vive, voluntaria o forzosamente, y para los que acudimos cada fin de semana, por aquello del cariño al terruño de donde procede la familia. Espacios casi deshabitados en medio del desierto cerealista, resultado de la relación del ser humano con su entorno a lo largo de cientos de años, que fueron despoblándose en el éxodo rural de los años 60-70 por aquellas políticas de la época, y que han ido quedando marginados de las grandes vías de comunicación.

Pueblos y aldeas donde el interés “artístico” casi se reduce a una iglesia que se asoma ya desde la lejanía por encima de los tejados, pero no mucho más interesante que el resto de iglesias de la zona, y que ahora se iluminan en la noche como faros en el desierto, lejos de los ansiados turistas que supuestamente debieran ser atraídos por este derroche de luz.

Paisajes cotidianos donde vamos dejando perder, casi silenciosamente, la sabia arquitectura tradicional que aprovechaba los materiales de la zona -adobe, piedra, entramados y vigas de madera, arcilla, paja, teja, cal y cantos- para construir, con lo que se tenía, un mundo habitable, austero, sencillo, lejos de la comodidad y el confort que hoy demandamos, pero funcional y adaptado al territorio y a las necesidades de cada familia. Así se hacían viviendas, pero también corrales, casetas en el campo, corralizas, palomares, gallineros, hornos, pajares, muros y cercados… y cada pueblo o comarca  desarrollaba su propio estilo.

Hoy estas construcciones están mayormente abandonadas a su suerte, desvaneciéndose lentamente en el entorno o, en el caso de las viviendas, vaciadas y reconstruidas por completo  con materiales más modernos -ladrillo hueco, cemento, terrazo, hormigón, formica- en una arquitectura homogénea, vulgar, repetitiva, da igual el clima local, la orografía o los materiales que se tengan a mano.

Pero más trágica es la pérdida de gran parte de la cultura tradicional rural: valores, costumbres, testimonios, leyendas, refranes, topónimos, oficios, fiestas y ritos, juegos, vínculos sociales y lenguajes por el que se expresaba el territorio. Saberes que cada vez conoce menos gente, desapareciendo con ello siglos de historia. Parte de una cultura, la nuestra, que formaban parte de nuestro patrimonio, y que hemos descuidado hasta darnos cuenta quizás demasiado tarde de lo que estamos perdiendo. Hoy la cultura rural apenas tiene valor en un mundo donde todo está mercantilizado.

Sí, a los urbanitas nos atrae escapar a esos pueblos con un entorno que quizás no es atractivo, pero que está lejos del bullicio de la ciudad. Y a mucha gente nos gusta presumir de esas raíces que tuvimos en un pueblo, buscamos lo pintoresco de su arquitectura (o lo que queda de ella) y admiramos al que se preocupó sabiamente de mantenerla o reconstruirla con cariño- cuando no hace mucho lo veíamos como sinónimo de retraso, pobreza o incultura-.  Y valoramos su entorno, aunque en su mayor parte ha sido despojado de valores ambientales, culturales y/o estéticos que lo hacían en otro tiempo más rico y diverso. Y los más comprometidos intentan “reconstruir” con mayor o menor fortuna acontecimientos importantes de entonces (la matanza del cerdo, las ferias de antaño, el esquileo…).

Es como si solo fuésemos capaces de valorar las cosas una vez que somos conscientes de que las estamos perdiendo, cuando tal vez ya no hay vuelta atrás. Y es que en el fondo, a pesar de que “lo rural está de moda” a la hora de la verdad, seguimos viendo desaparecer ante nuestros ojos ese patrimonio rural, material e inmaterial, como si no pasara nada, cuando lo que está pasando es la demolición de nuestra cultura.

Y yo, a pesar de todo, sigo buscando la estética de un pueblo del nordeste de Segovia quizás anodino, monótono, corriente y común pero que tiene su encanto, aunque cuesta mucho encontrarlo. Trato de encontrar otra mirada sobre este paisaje rural y cerealista, buscando la belleza en lo cotidiano y tantas veces paseado.  Ansel Adams, fotógrafo americano del siglo pasado, decía  que “uno debe vivir en un lugar durante un tiempo considerable para poder absorber su carácter y su espíritu antes de que las imágenes puedan reflejar verdaderamente nuestra experiencia de ese espacio”. Después de casi treinta años años recorriendo con mi cámara el mismo pueblo, de haber mirado una y otra vez sus piedras,  pateado mil veces sus calles, revisados los restos que aún permanecen y los que ya desaparecieron,  y de haber percibido los cambios que se han producido, quizás es que soy demasiado crítico con mi trabajo. O quizás es que aún no he sido capaz de absorber ese espíritu que me permita plasmar, en mis fotografías, la belleza de un pueblo castellano. O tal vez es que deba empezar a mirar lo cercano y cotidiano con otros ojos, como el que contempla algo por primera vez… y entonces lo cotidiano se me muestre con toda su belleza…

… Castiltierra

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