Por la sierra blanca…
“Canciones de tierras altas”. Antonio Machado
La nieve menuda
y el viento en la casa.
Por entre los pinos
con la blanca nieve
se borra el camino.
Después de unos días ociosos atrapado en la vorágine de la gran urbe, he escapado de nuevo a la soledad, al silencio del bosque, al lugar donde siempre quiero volver. Han pasado ya cuatro horas desde que eché a andar, y sin embargo siento que el tiempo se ha detenido esta mañana. Apenas he andado la mitad del recorrido y aún me sobrará tiempo para regresar, sin prisas, al coche.
La nieve cayó abundante días pasados, y el silencio invade el bosque, tan solo roto por el crujido de mis pasos al romper el manto nevado. La marcha es penosa, y caminar por la nieve virgen se convierte en una tarea agotadora. Por eso hoy he elegido un rastro que ya otros han transitado. Caminar por la nieve exige prestar más atención que de costumbre, el paisaje conocido en verano se ha transformado por completo, y apenas hay referencias conocidas, por lo que hay que estar atentos a no perderse. Así que mi ritmo esta mañana se asemeja más al de un caracol. Despacio, con la mochila a cuestas. Con el sonido de mis pasos es casi imposible pasar desapercibido en el bosque, y me sorprendo y me sonrío al escuchar los cantos de un grupo amistoso de carboneros, herrerillos y pinzones que saltan de rama en rama por encima de mí, buscando insectos escondidos entre las cortezas. A lo lejos, en la copa de unos árboles, descubro también una pareja de vistosos camachuelos. ¿Cómo sobrevivirán tan menudas aves con el frío invierno?
La montaña y el bosque se transforman totalmente cuando comienzan a caer las primeras nieves del invierno. La nieve unifica el paisaje y la superficie del suelo ha perdido ahora gran parte de su rugosidad y textura, todo se iguala, se uniformiza de blanco. Es el bosque en blanco y negro. Solo algunas rocas y unos pocos tallos desnudos de algunas herbáceas en descomposición sobresalen de la nieve caída.
Sin embargo, las plantas persisten de forma invisible, en forma de semillas o bulbos, enterradas bajo la hojarasca y la nieve, listas para resurgir en primavera.El bosque no ha muerto. Lleva la máscara del sueño, pero late en todas partes la energía de la vida.
Recreo mi vista en los árboles, el suelo, las formas. Examino los troncos multiformes. No hay dos iguales y todos son hermosos. Pequeños regueros de humedad se deslizan por sus grietas. Busco composiciones, colores que destaquen en el manto de nieve, me alejo y me acerco buscando un cierto orden en el laberinto de ramas. En cierto modo caminar con la cámara nos condiciona el ritmo. Ir deprisa es incompatible con hacer fotografías -fotografías pensadas, quiero decir-. Por eso la fotografía en la naturaleza es una actividad que se disfruta en soledad. Aquí estoy, sin tener nadie alrededor, con todo mi tiempo para observar, deleitándome del camino y sin anhelar cima alguna… Aquí, una pequeña haya que me llama la atención…
…allí las líneas sutiles y efímeras que la nieve ha creado sobre las ramas del pino silvestre. El viento las borrará esta noche.
Disfrutar de lo que se tiene, en vez de anhelar lo que no se tiene (Jorge Riechmann, en ¿Cómo vivir? Acerca de la vida buena).
Abetos y pinos conservan sus hojas, bien protegidas del frío con sustancias céreas. Así no pierden nutrientes y están listos para reiniciar su crecimiento en la próxima primavera. Sin embargo los árboles caducos –hayas, robles…- están completamente desnudos, en reposo invernal. El suelo está helado, no pueden absorber nutrientes y para ellos mantener las hojas supone un gasto de energía, por lo que prescinden de ellas en invierno. Sus ramas destacan con la nieve recién caída sobre ellas, en un frágil equilibrio. Una ráfaga de viento, un roce sutil a mi paso y ¡zas! toda la nieve cae sobre mi cabeza (¡uff, qué frío recorre mi espalda!)
En las hayas, donde antes había una hoja se adivina la yema donde saldrá otra hoja o crecerá una ramita que sustituirá a las caídas. El árbol no sabe todavía dónde caerá la luz en primavera, así que la mayoría de esos brotes probablemente no sobrevivan, y solo unos pocos se convertirán en hojas o ramas. Quizás los árboles viejos no sean lo suficientemente altos para evitar que los jóvenes árboles crezcan con fuerza, o quizás su sombra se proyecte sobre los incipientes futuros tallos y no dejen que los pequeños árboles crezcan lo suficiente como para llegar al siguiente invierno.
Caminando por el bosque nevado descubro algunos árboles viejos recién caídos con los últimos temporales. Si el árbol no se partió en la caída, se levantan las raíces del suelo y se abre un agujero en el suelo. Con la raíz al descubierto, descubro lo frágil de la capa de tierra fértil que piso: apenas 25 o 30 cm de profundidad de raíces sostenían al coloso caído que contemplo, como una enorme ballena varada en medio del bosque. Pronto los hongos yesqueros y otros hongos parásitos de la madera muerta se apresuran a colonizar su superficie e iniciar el lento proceso de la degradación. La caída de estos árboles facilitará que los jóvenes que no han sido aplastados naden en la luz y crezcan rápido en primavera, reemplazando con el tiempo a los árboles caídos.
Me detengo un rato apoyado en la roca al sol que brilla débilmente en el claro, escucho, miro a mi alrededor, formando parte del paisaje y a la vez fuera de él, tan hermoso como hostil para nuestra supervivencia. Con el esfuerzo de la nieve siento mi respiración y el vapor de mi propio aliento, el paso del aire frío por mis pulmones, el mismo aire que nos baña a todos, el mismo aire que rodea la tierra que pisamos, que nos une frágilmente al resto del universo. Y me siento satisfecho.
… estoy en mi lugar.
Precisa cual la escarcha, noche estricta,
Pere Gimferrer, poeta, escritor catalán (1945-)
Árboles: alegorías del camino.
La luz, cuajada, este silencio dicta.
Mi ser todo renuncia a su destino.