Esclava de la luna,
Marina Aoiz Monreal, escritora, poeta
la mano
traza la línea entre la incierta claridad de la noche
y la exultante rosa del alba.
La primavera está con nosotros desde hace poco tiempo. Aquí, en el nordeste segoviano, casi todos los árboles ya se han ido cubriendo de hojas sin apenas darnos cuenta: álamos, hayas, sauces y mimbreras… están ya casi verdes como cuando ya estamos en verano, e incluso ya he visto las primeras amapolas. Tan solo los rebollares (quercus pyrenaica, roble melojo) se resisten todavía a abandonar el invierno y engalanarse con sus mejores hojas.
La primavera en estas tierras es breve, pronto llegará el largo estío y con él el calor. Madrugar para disfrutar del amanecer cuesta ahora más esfuerzo, cada día he de adelantar un poquito el despertador. Pero ver salir el sol y acariciar con sus primeras luces la piel de la tierra que empieza a revivir, compensa. Es cuestión de vista, de olor y de tacto: disfrutar con la mirada del verde recién estrenado, sentir y oler la hierba fresca empapada del rocío de la mañana y notar en la piel el frescor de la alborada, a la luz de la luna, y poco más tarde disfrutar del primer calor después de que el sol se levante, ya amarillo, por encima del horizonte… de alguna manera hace que me sienta revitalizado. Hacía tiempo que no disfrutaba de una mañana así, quizás sea la primera después de este frío y lluvioso invierno.
El paisaje en esta época es ahora mucho más amable que en la estación recién acabada, y los ecos de su contemplación dejan energía positiva en el espíritu. Se renueva casi todo, o quizás es que todo vuelve a empezar.
Cuando uno contempla pausadamente, en silencio, el paisaje nos habla. Tan solo hace falta detenerse, mirar y aplicar el hábito de la lectura de las cosas: rebaños que pastorean y trashuman, roturaciones y labranzas, arbustos en desorden, muros y ruinas, secanos, montes, dehesas, erosiones, setos, abandonos, repoblaciones… a lo largo de los siglos, cada generación ha dejado su impronta sobre la trama de paisaje, su huella, su punto de vista. Aunque a veces, un poste eléctrico, una antena, una nueva edificación, destruye para siempre el resto de amaneceres desde ese lugar que uno admiraba.
El paisaje que contemplo hoy me habla del escenario donde se desarrolla el curso de la vida: desde la orilla de la charca disfruto al reconocer la transición del invierno a la primavera en una sola mirada, como en varios planos: aquí cerca los primeros juncos reverdeciendo entre la hierba mojada –pronto llegarán carrizos y eneas-. En la superficie encharcada las primeras lentejas de agua, algún llantén acuático también asoma. Las frías nieblas se levantan sobre el agua para desvanecerse enseguida, con las primeras luces… En la otra orilla el cereal verde que empieza, ahora sí, a despegar con fuerza del suelo, se oscurece o se aclara según los vaivenes de las nubes. Más allá el robledal todavía no ha despertado a la primavera y las oscuras encinas dominan el plano del bosque con permiso de las cárcavas. Una pareja de corzos cruza fugazmente por delante del encinar, ajenos a mi presencia. Y al fondo, bajo el amanecer teñido primero de añil y después de azul-amarillo-despertar, la sierra de Ayllón todavía invernal, reflejada en el espejo del agua, cerrando la estampa que contemplo.
Los que miramos para contemplar el paisaje nos sentimos agraciados y agradecidos, el tiempo pasa más despacio, el instante se alarga indefinidamente, como ”suspendido en un balcón de eternidad” (Joaquín Araujo)
Y cuando además de mirarlo, lo escuchas y lo sientes, el paisaje empieza también a pertenecerte. Es estar como si no estuvieras, porque ya formas parte de él.