El robledal, al desnudo

Llega el invierno. Espléndido dictado
me dan las lentas hojas
vestidas de silencio y amarillo

Pablo Neruda (1904-1973), poeta

Una vez más recorro con el coche el puerto de la Quesera por los entresijos de la Sierra de Ayllón, buscando el collado que separa las dos vertientes de la sierra. Aquí la carretera está cortada por la última nevada. Desde lo alto del puerto, hacia el sur, una sucesión de crestas y profundos valles se extienden hasta más allá del pico Ocejón. La mayoría de estas laderas sureñas de la sierra en el norte de Guadalajara  están repobladas desde hace muchos años de pino albar, y tan solo unas pocas hectáreas de robledales y hayedos -el de Tejera Negra- sobreviven arrinconados en las zonas bajas de los pinares.

Desde el puerto dirijo ahora mi mirada hacia el norte, hacia el lado segoviano de la sierra, donde una densa masa de robles (rebollares o melojares –Quercus pyrenaica-) recubre casi por completo las laderas nevadas de la sierra, desde la planicie castellana hasta casi los 1800 metros de altitud.  Más arriba el bosque deja paso a matorrales de brezales y suelos tapizados de gayubas que ahora  permanecen tapados por la nieve. Tan solo en las zonas más húmedas de las umbrías del puerto encontramos pequeñas masas de haya (el hayedo de la Pedrosa) que sobreviven entre el robledal y llegan hasta cotas altas, y también algunos pequeños claros con densos rebrotes de jóvenes robles que compiten por la luz y amenazan también con recubrir estos espacios por completo.  Por encima del bosque hasta un poco más arriba de los 2000 metros, solamente laderas empinadas cubiertas de nieve.

Estos días el rebollar está completamente cubierto por un manto homogéneo de nieve, que embellece la montaña de una sobrecogedora desnudez. Desde la altura contemplo el paisaje monocromo: la nieve caída hace unos días dibuja los troncos oscuros y desnudos con líneas precisas, y el patrón de negros y blancos se repite infinitamente formando una trama uniforme de blancos y negros. Solo los tonos ocres y marrones de las hojas marchitas, desordenadas por una leve brisa, le confiere cierto color. Las hojas del roble son marcescentes, esto es, se resisten a caer hasta el inicio de la primavera, especialmente las de las ramas más bajas.

Más abajo del piedemonte de la sierra el bosque se disgrega poco a poco, dando paso a matas de resalvos (ejemplares que se dejan seguir creciendo cuando se corta un monte), sierpes (tallos que a cierta distancia del árbol brotan de las raíces de los árboles) y rebrotes de cepas de árboles cortados no hace mucho tiempo. Durante mucho tiempo, especialmente en estas zonas más bajas, el robledal fue aprovechado intensamente por el ganado y para la obtención de leña y carbón. Poco a poco estas zonas parecen ir regenerándose de manera natural, allí donde se ha abandonado el laboreo de tierras.

Regreso por el puerto hasta las inmediaciones del río Riaza, me calzo las raquetas, cruzo el río y me adentro en el bosque  silencioso. Solo estamos a un par de grados sobre cero, lo que me permite andar cómodamente, ya que en el bosque ya no siento esa brisa fría que soplaba por terrenos abiertos. La nieve es espesa y amortigua todos los sonidos, y el silencio solo es roto por arriba por el graznido de algunos cuervos bajo el cielo plomizo y por abajo con el crujido de mis pasos en la nieve. Por algún lugar cruza escandaloso un mirlo.

Andar en la nieve profunda recién caída se hace pesado, pero poco a poco voy ascendiendo por la ladera por el camino que se abre paso por el entramado denso de jóvenes robles que impiden el paso a mi alrededor. A ratos unas caprichosas huellas de corzo salen del bosque y siguen mis pasos, ora a la derecha, ora a la izquierda, hacen un lazo y regresan al monte un poco más arriba de donde salieron. Para mi disfrute, la nieve me deja identificar casi todos los mamíferos que de otra manera no podríamos constatar. Signo de que a pesar del silencio, el bosque sigue vivo aún en lo más duro del invierno.

Más arriba, en la siguiente vaguada, los robles van creciendo en altura y grosor; aquí el bosque es más abierto, pero sigue dominado por la densa masa de robles. Pequeñas avalanchas caen desde las copas, provocando pequeños estrépitos.  Todo es sombrío y transparente a la vez, un lugar a la espera de revivir, un proyecto de paisaje, un esbozo de la primavera que todavía no se vislumbra.

Después de un breve descanso en un claro donde pastan las vacas en verano, me adentro en la zona más umbría del camino buscando un arroyo que ahora apenas corre bajo la nieve. Junto al arroyo la helada ha sido más fuerte, y las últimas hojas que cayeron de los robles permanecen atrapadas bajo el hielo de mil maneras diferentes. La hoja del melojo se distingue fácilmente por sus lóbulos más profundos que en el resto de robles. Por debajo de algunas hojas corre un hilillo de agua. El hielo superficial hace a la vez de aislante y provoca que el agua que fluye por debajo tarde mucho en congelarse. Si hiciera frío durante varios días más seguramente acabará solidificarse por completo.  Entre el hielo y las hojas se forman dibujos sinuosos,  patrones circulares debidos a que las temperaturas suben y bajan, y el agua se congela y descongela sucesivamente. Trazos que una mano invisible pintó sobre el suelo helado haciendo las delicias del fotógrafo… (clic sobre las fotos para ampliarlas)

Las hojas ahora congeladas irán apelmazándose con la nieve y la lluvia, formando una costra que esconde y hace posible a la vez la descomposición que sucede por debajo, bajo el mundo oscuro y húmedo de la hojarasca.  A pesar de que el bosque aparenta estar dormido, la Naturaleza ya ha empezado a moverse muy despacio. La putrefacción de las hojas marchitas se transformará en esta época en humus y generarán nueva vida en primavera.

El camino sigue, pero las ramas caídas por el peso de la nieve obstruyen el paso y me impiden continuar un poco más allá. Aquí me detengo y me preparo para regresar  por donde he venido, dando por finalizado otro bello paseo de invierno.

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