Anie

Un extraño encanto se desprende de la montaña que, al atardecer, tiene la belleza del otoño

Gaston Rébuffat, alpinista francés

Desde la pequeña cima del Arlas contemplo el laberinto kárstico de Larra, en el extremo nororiental de Navarra. Una gran meseta de roca caliza por encima de los 1600 metros sobre la que destaca la pirámide del monte Anie o Auñamendi, el primer “coloso” de los pirineos.Allí sentado dejo pasar el tiempo, mi mirada se expande y se recrea en el karst, salpicado por ese árbol adalid de la resistencia extrema que es el pino negro. Es un paisaje sorprendente, configurado por el agua, donde el agua precisamente está ausente. Toda se filtra a través de la roca, y es por debajo de la superficie donde se crea un inmenso laberinto de cuevas y ríos subterráneos, destacando la sima de San Martín.

En este mundo pétreo contemplo las formas del karst: simas, pequeños valles y crestas de roca desnuda, lapiaz, dolinas, fracturas… El mundo vegetal parece ausente en las zonas altas, pero un poco más abajo, en el altiplano, sobrevive allí donde hay un poco de tierra. Es un mundo hostil, donde uno se siente insignificante ante la grandiosidad de este caótico paisaje. Es un terreno duro para el caminar, y mucho más para la supervivencia de la flora y de la fauna. Pero es hermoso “perderse” en este laberinto pétreo (ojo, que perderse aquí también es muy peligroso).

La luz de la tarde se desparrama por el karst de Larra...
La luz de la tarde se desparrama por el karst de Larra…

Coloco mi cámara sobre el trípode, apunto hacia la altiva cumbre del Anie, y dejo que transcurra la tarde plácidamente. Lentitud y armonía. Pronto la luz del atardecer comienza a cobrar protagonismo y a envolverlo todo. Absorto ante el paisaje, inmóvil, la luz va transformando lentamente el color de las rocas, desde el monótono gris que empecé a contemplar cuando recién comenzaba a caer la tarde, pasando por colores primero cálidos y después cada vez más fríos en una transición sutil, apenas perceptible para la vista. Es la cámara la que no se deja engañar, y recoge los cambios de color y de luz en las rocas y en el cielo. Sin embargo, solo con los ojos puedo recoger los mil matices distintos de colores que la luz desparrama sobre el paisaje. Algo parecido puede suceder con lo que ocurre entre escuchar un disco de música clásica o “sentir” esa música desde la butaca de un concierto. O ver la imagen de una obra de arte en un libro y contemplar los mil matices y texturas diferentes que esa pintura tiene en un museo tal y como la forjó su creador… Hay algo que solo se puede percibir cuando se vive en el mundo real, y aunque después podamos visualizar esas fotografías, o escuchar esa música o ver ese cuadro en casa, ya no es lo mismo. Contemplar un paisaje de montaña, aunque solo sea una sola vez, es algo que no se puede “llevar a casa” sino en el corazón.

Mil colores en el Anie
Mil colores en el Anie

Rodeado de la vastedad del paisaje de Larra me siento insignificante, aprecio la belleza, encuentro la serenidad y la armonía conmigo mismo y con lo que me rodea, hasta que el día da paso a la noche y entonces me apresuro a desandar el camino.
Aquí abajo os dejo una galería con las imágenes de esa preciosa tarde. Pero recuerda:

“Lo esencial, es invisible a los ojos…

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