Caminar (uno…)

“La cima ya no me interesa. No pienso en ella; no pienso, punto. Marcha que te marcha, trepa que te trepa, van pasando las horas. Lo único que quiero es subir, no veo más que los dos metros ante mí, hasta verme arriba, hasta que no haya más subida”…

Hermann Buhl, alpinista austriaco (1924-1957)

Tengo ya por costumbre que al menos, una semana al año, he de dedicar un tiempo a mí mismo, a disfrutar de una escapada lejos de la rutina, el ruido, la ciudad. En esta rutina monótona en la que muchas veces se convierten frecuentemente nuestras vidas, caminar por las montañas es, para mí, uno de los disfrutes que más me realiza y me apasiona. Caminar. Despojarme de todo cuanto me atrapa y me condiciona. Estar vivo, sentir, en cada paso y a la par, el sufrimiento del cansancio, el goce de recrear la vista en el camino, el asombro y la recompensa de llegar a la cumbre, dejando que la mente se inunde de las sensaciones que transmite la luz, el viento, las rocas, el espacio infinito alrededor. Simplemente, dando un paso tras otro, “siempre el mismo paso el que se da de nuevo, una y otra vez” (Saint-Exupéry, Tierra de hombres).

Pero ¿qué tienen las montañas de grandiosas? ¿Por qué subimos montañas? ¿Cuál es su belleza?  ¿Qué tiene de particular desear recorrerlas, contemplarlas, sumergirse entre sus piedras? Toda pasión resulta incomprensible para quien no la comparte. Las pasiones son intransferibles, incomunicables, pero solo quien sabe escuchar los relatos y emociones vividas de quien vive una pasión (aunque nos sea ajena o inalcanzable), sustituyendo las montañas por sus objetivos personales más perseguidos o sus deseos más añorados, puede descubrir en el relato escuchado una cercanía, una complicidad. Porque todos hemos vivido esos mismos sentimientos de admiración, alegría, miedo, euforia o energía en nuestras propias pasiones, sean estas la montaña, el arte, la música, el viajar, la fotografía, la pesca o la bicicleta. Dentro de la pasión por subir, cada montañero tiene sus propias motivaciones interiores, más o menos espirituales, naturalistas, artísticas, expedicionarias o deportivas. Y la montaña es el espejo donde el mundo interior del montañero se mira.

No he subido casi nunca a grandes cumbres –el Pirineo cercano a mi hogar es casi siempre el territorio donde camino- he subido a algún tres mil, alguno varias veces, y unos cuantos dos miles de esta cordillera. Nunca he coleccionado cimas ni deseado subirlas todas, aunque sí anhelo explorar el territorio que las rodea, y recorrer de un extremo al otro este macizo montañoso por el gran sendero pirenaico. Pero de momento me conformo con recorrerlo en pedacitos y unirlos imaginariamente.

La montaña es un territorio complejo, salvaje. Cambia, y cambia a cada paso y desde el lugar donde se observa: cambia su aspecto, sus formas, cambia según la época del año y el clima. La montaña es una suma de roca y agua, de bosques, de climas, desniveles y rugosidades, de lagos y cascadas, de pastos  modelados desde milenios por  el hombre y sus rebaños, de paisajes desolados, de huellas glaciares de tiempos pasados… La montaña es una forma, un desnivel, un volumen de roca con muchas caras, muchos accesos. Cada cara es en realidad una montaña nueva que nos invita de nuevo a conocerla una y otra vez, subiéndola o rodeándola, aun siendo la misma montaña. Hay caras de la montaña que suponen un paseo a través de sendas zigzagueantes que nos llevan suavemente hasta la cima, y sin embargo el ascenso por la otra puede convertirse en una larga y dificultosa travesía, o escalada. Muchas veces, al contemplarlas desde la distancia, me pregunto qué parte no habrá sido hollada por montañeros, quién habrá transitado esa arista o esa pradera colgada en el vacío, o ese canal en apariencia imposible.

Los mapas marcan las sendas, y las sendas marcadas en el mapa nos seducen a recorrerlas. En realidad, el camino empieza en el mapa: en él trazamos la ruta, las metas, los tiempos, los pasos clave, los desniveles a salvar. Con el mapa valoro mis capacidades, el mapa nos abre o nos cierra una posibilidad. Pero el mapa solo nos sirve en la medida que lo trasladamos al presente y confrontamos con el recorrido, con el paisaje enfrentado a nosotros. Mirar un paisaje es no solo gozar o entender el espacio, sino recobrar el tiempo. Entender un paisaje requiere algo más que mirar: saber algo de las lenguas en las que hablan piedras, ríos, caminos o hayas (Eduardo Martínez Pisón)

Camino despacio, con pasos largos y lentos, intentando acompasar el movimiento de mis brazos y la respiración a cada paso. Mientras camino simplemente miro, o dejo que fluyan mis propios pensamientos uno tras otro. Siento el jadeo, el calor, el peso de la mochila y el sudor del esfuerzo. En cierto modo caminar por la montaña nos sumerge en una forma de meditación activa que requiere agudizar los sentidos. Caminar es vivir el cuerpo, es el goce tranquilo de pensar y caminar.  El camino se inicia en el bosque, cruza un arroyo, y asciende serpenteante por el valle. En el camino surgen otras sendas, otras rutas posibles que despiertan de nuestro interés, y desearíamos poder recorrer esas direcciones inexploradas, permanecer un día más en el lugar para descubrir nuevas posibilidades, ver el mismo paisaje desde el otro lado. Pero la senda elegida nos marca el camino, la meta al final del día, y después de un breve descanso seguimos caminando. Cuando acaba el bosque el camino zigzaguea por laderas herbosas. A veces es una línea marcada por el paso de la gente o los animales, otras veces la senda se pierden en terrenos poco explorados, o al llegar al reino de las rocas y los canchales; aquí, el camino se convierte en una línea imaginaria que vamos uniendo a través de los hitos, allí donde los animales o las personas apenas transitan. El hito o la marca aparecen donde no hay caminos. Entonces uno levanta la vista para ir buscando la siguiente marca, el siguiente hito, y con la mirada se reconstruye la senda que la montaña no dejó trazar.

En las travesías caminar se convierte, cada día, en una rutina sencilla, repetitiva. Un paso tras otro. Hay siempre un punto de partida, un recorrido y una meta, que es el momento en el que podemos descansar para reiniciar la rutina al día siguiente. En el refugio o fin de etapa acaba una rutina, pero comienza otro ritual: desprenderse del peso de la mochila y las botas; presentarse al guarda para asegurarse la cama, asearse, lavar, revisar y reordenar el equipaje, y después es cuando comienza el descanso, el intercambio de opiniones con otros montañeros, contemplar el atardecer, la cena, la tertulia y el sueño reparador. El refugio es el lugar de encuentro donde se cruzan caminos y montañeros, y se organizan las etapas, las nuevas metas.

Los refugios generan una cultura propia: siempre hay un mapa extendido en alguna mesa del comedor, siempre hay gente hablando de sus proyectos y avatares por las montañas, gente yendo de un lugar a otro, o preparando su material. Ropa secándose, calcetines y botas en la entrada, a veces de manera aparentemente caótica. En este desorden uno corre el riesgo de dejarse al día siguiente alguna cosa que después echemos de menos.

Caminar con alguien nos da confianza, crea una connivencia que nos permite llegar a nuestra meta, sea una cima, un collado o un refugio. Se establece una complicidad, aunque entre ambos no medie palabra, aunque cada uno siga su ritmo más lento o más rápido, o en los quiebros del camino nos perdamos temporalmente de vista, a mayor o menor distancia. En el collado, en el cruce o en la cima nos encontramos de nuevo, recuperamos el aliento, se descansa, se cambian impresiones, se comparte el agua, o se mira el mapa para trazar el siguiente tramo o iniciar el descenso. Tener a alguien de compañero nos da tranquilidad de saber que delante o detrás está la ayuda que en un momento dado podemos necesitar.

A veces allá arriba no hay nada, ninguna recompensa: tras el cansancio, tan solo nos recibe el frío, la niebla, y uno desearía no haber salido de la seguridad y el calor del refugio, o el hogar. Pero otras, la cima nos recibe con un sol espléndido, el cielo limpio y un silencio tranquilizador. El paisaje es impresionante: líneas y relieves encadenados de montañas que decrecen hacia los valles, mares de nubes bajo los pies… Con ayuda del mapa identifico algunos picos que nos rodean, algunos ya son familiares, porque los vimos en la etapa del día anterior o en su día lo hollamos; otros son nuevos para nuestra mirada, nos sorprende su forma, intuimos en sus relieves posibles ascensiones, recorremos con la imaginación sus crestas. Hay montañas que tienen perfiles característicos y son inconfundibles. Poniéndoles el nombre las hacemos “nuestras”, nos llena de orgullo reconocerlas desde otros lugares, y nos asombramos de que tan solo con nuestro caminar hayamos recorrido tanta distancia.

Desde la cima tomamos conciencia del camino recorrido, completamos en nuestra mente el territorio, colocamos las piezas del puzle en su sitio. En estos momentos es cuando uno disfruta del haberlo logrado, durante ese corto tiempo que permanecemos en la cima nos sentimos plenos y satisfechos, nos gusta sencillamente estar allí. Desde lo alto todo se ve, y todo se siente: el viento, el calor, la calma, el paisaje, los recuerdos que se reviven. Y entonces surge el deseo de volver a subir más montañas, a recorrer de nuevo esos senderos, empezar de nuevo.

Entonces, ¿por qué subo montañas?

CONTINUARÁ

Entonces, ¿por qué subo montañas?
Entonces, ¿por qué subo montañas?

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